Diez cadáveres produjo aquella lucha desesperada. Fueron víctimas el coronel Virasoro y su her-
mano don Pedro, el edecán de gobierno, don Tomas Hayes, el teniente coronel Rollin y tres mas que
nunca quisieron rendirse.
De parte del pueblo murió el comandante ya nombrado, el sargento Manuel Faunde y el soldado
Plácido Videla, fuera de cinco o seis heridos, aunque ninguno de gravedad.
De allí salió el pueblo a formar línea en la plaza principal en número de 300 bien armados.
Dos
horas después ocurrieron a la misma plaza desde los inmediatos departamentos, cuatro destacamentos de
caballería de 40 a 50 hombres cada uno, todos armados con lanza y algunos con sable y carabina, ade-
más.
Uno al mando de los comandantes don Juan José Atencio y don Gerónimo Agüero.
Otro coman-
dado por don Tomás Fernández y don Carlos Molina. Otro por don Juan José Astorga y don Felipe
Romera.
Y otro por el comandante Saso y don Juan Luis Bustos. Todos los que puse inmediatamente a
las órdenes del ciudadano don Vicente de Oro como comandante en jefe de caballería.
Ella me sirvió desde luego para conservar el orden en los departamentos y para poner en huída
precipitada a los cabecillas Carlos Castro Terán y Filomeno Valenzuela, quienes habiendo fugado a los
primeros tiros e ignorantes por consiguiente del resultado tan completo de la lucha del pueblo, intenta-
ron hacer pie en la villa del Salvador o sus inmediaciones.
La comandancia general de armas la deposité en el teniente coronel don Manuel José Zavalla.
Simultáneamente mandé ordenes verbales a los facultativos señores Lawssel, Laprida, Tamini y
Keller, para que pasasen a reconocer los cadáveres y prestasen atención a los heridos.
Mandé enterrar los muertos con los honores correspondientes, ordené al escribano de gobierno
lacrar y sellar las puertas de la tesorería y contaduría mayor sobre sus mismas cerraduras y finalmente
convoqué al pueblo para que en comicios públicos y votación directa resolviesen soberanamente sobre
la acefalía de gobierno.
Los resultados de esta ultima medida son ya bien conocidos de V.E. para que me detenga en ellos,
así es que para la complementación de este parte sólo me resta comunicarle la considerable disminución
de las fuerzas armadas en los primeros momentos por haber ordenado el licenciamiento de la mitad de
ella y en atención a la ninguna necesidad que hay de mantener en armas a la provincia y consultando la
mayor economía en favor del exhausto erario.
De todo punto inevitable ha sido por desgracia la efusión de sangre para devolver a la provincia
de San Juan la libertad y derechos absorbidos por la tiranía.
Una satisfacción me queda que compensa de todo punto los sacrificios que acabo de rendir al país
de mi adopción: la de haber contribuido en algo la reivindicación de sus derechos, la de haber salvado
algunos inocentes y de haber contribuido a la presente honrosa y feliz posición de la provincia y de V.E.
a quien Dios guarde muchos años.
Firmado.
Justo Pedro N. Cobo
honrosa serenidad. El cantón del sur compuesto de 16 ciudadanos armados de fusil al mando del coman-
dante nunca bien ponderado don Marcelino Quiroga, acude en protección del cantón norte: el fuego
recobra viveza y comienzan a sentirse heridos a unos cuantos de los asaltadores como los distinguidos
don Remigio Ferrer, don Santiago Furque, don Manuel Herrera, etc.
La vista de la sangre hermana redobla el ímpetu del pueblo, fuerza las puertas y ventanas, salen
siete soldados, algunos de ellos heridos y se rinden a discreción. El pueblo generoso los perdona a todos
y sólo se determina penetrar en la fortaleza.
Embiste con nuevo impulso presentando el pecho a las balas que dirigían sobre el zaguán desde
el corredor que le hace frente, cuatro o cinco tiradores valientes y decididos, que no tenían más que hacer
que descerrajar las armas cargadas y preparadas de antemano.
Empero al cabo de diez minutos el pueblo consigue penetrar hasta el patio y de allí hasta las habi-
taciones. La lucha toma entonces un carácter feroz, se baten a quemarropa, se estrechan y se matan sin
darse cuartel.
El cantón del oriente en numero de 10 o 12 ciudadanos armados de fusil, salta la muralla de los
fondos y se introduce por el interior después de perder a su comandante, el malogrado valiente don Juan
Figueroa. el cual fue derribado de la muralla por una bala de fusil que lo mató en el acto.
El cuadro que en aquellos momentos ofrecía la infeliz familia del coronel Virasoro compuesta por
su señora esposa, la de don Tomás Hayes, cuatro o cinco niños pequeñuelos y unas cuantas sirvientas es
verdaderamente indescriptible.
Apenas cubiertas las señoras con sus batas de dormir, desmelenadas y las manos alzadas al cielo,
cruzaban el patio en todo sentido, entremezclándose con los combatientes. Iban y venían encontrando en
dondequiera la desesperación y la muerte. En el acto que las apercibo en aquel peligro supremo, las tomo
de los brazos, una en pos de otra y las arrastro hasta el rincón de una pieza del costado sud de la casa
que se hallaba mas a salvo de los fuegos encontrados.
Enseguida me eché a recorrer las demás habitaciones y consigo recoger, uno tras otro, dos de sus
pequeñuelos hijos. Salgo después al patio principal y allí reconozco la voz del coronel Virasoro que
exclamaba desde el interior de una pieza que le llamase al comandante Quiroga para rendirse a él. Y en
el mismo instante veo salir a un correntino con un revólver en la mano apuntando sobre la persona del
comandante Quiroga. Por fortuna el agresor resbala un pie y pierde la puntería.
El comandate Quiroga, con toda su destreza y fortaleza de espíritu, le introduce la espada por un
costado y le deja muerto en el sitio.
Esto no obstante, doy la voz de ¡cese el fuego! que es repetida por el comandante Quiroga. Pero
ni una ni otra es atendida con la prontitud deseable. El fuego continúa por unos cuantos segundos y cae
muerto el coronel Virasoro,
mientras yo atendía a salvar la vida de su esposa, acometida a bayoneta cala-
da por un soldado que me era desconocido. Alcancé por fortuna a ponerme de por medio y hacer variar
la dirección de la bayoneta. dándole un golpe en la punta con el revés de la mano izquierda.
Cesa al fin el fuego, el humo se disipa y comienzo a recorrer el interior y todas las habitaciones
de la casa a fin de despejarla y evitar el saqueo, dado el caso que se intentase por la masa de pueblo que
empezó a introducirse en grandes grupos luego que pasó el peligro de aquella terrible escena.
Todos los intereses de la casa fueron en efecto respetados, con excepción de las armas y de los
papeles que se hallaron a las manos, los cuales fueron guardados a granel pero asegurados bajo la vigi-
lancia de una custodia.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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