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Doña Telésfora miró al teniente 2º Rafael González y no
le gustó aquel hombre. Le decían el
“negro panadero”.
Pero no tenía alternativas.
Todas las otras soluciones tardaban en llegar y las versio-
nes sobre que Nazario Benavides sería asesinado de un momen-
to a otro, desesperaban a su esposa. Y aquel González, de aspec-
to repulsivo era el jefe de la guardia apostada en la prisión de
Benavides.
—Así que usted quiere que se lo deje libre al general....
-
decía González.
—Teniente, yo no quiero que lo maten.
—Quédese tranquila, señora. Veré qué puedo hacer.
—¿Puede darle un mensaje a mi marido?
—Sí señora, lo que quiera.
Varias veces se entrevistó la señora con González. Este le
transmitía mensajes de Benavides y a su vez le llevaba al gene-
ral palabras de su mujer.
—Señora, usted sabe que no es fácil para mi la ayuda que
le estoy prestando. Los guardias sospechan que yo traiciono al
gobierno.
—Yo le agradezco su apoyo.
—Pero... usted sabe, señora... para poder seguir actuando algo tengo que darle a los muchachos
de la guardia...
—Dígame usted teniente lo que debo traer y lo conseguiré...
Lo que no sabía Telésfora es que cada vez que dejaba el Cabildo,
González entraba al despacho
del gobernador Gómez Rufino,
—¿Y? ¿Qué le ha dicho la generala?—
, preguntaba el gobernador.
—Está dispuesta a cualquier cosa por liberar a su esposo.
—¿Sigue confiando en usted?
—Aparentemente sí. Yo le he pedido 18 onzas de oro por colaborar en la fuga.
—¿Y qué le ha dicho?
—Que las conseguirá.
La última reunión de Telésfora con el jefe de la guardia fue ya para concretar detalles.
—Dígale a Benavides que el 24 (de octubre) a la siesta será liberado.
—Sí señora. ¿Tiene todo dispuesto?
—Sí, teniente. Nuestros amigos van a venir armados ese día. Usted sólo tiene que entregar al pri-
sionero.
—Quédese tranquila que así se hará.
Se retiró la mujer y González entró una vez más al despacho del gobernador.
—El 24 será el asalto.
—Perfecto. Se van a llevar una buena sorpresa.
Gómez Rufino llamó a sus colaboradores más inmediatos.
Horas después los sanjuaninos se enteraban que el gobierno había descubierto un plan de asalto al
Cabildo que debía producirse el día 24, se citaban los nombres de las personas que participarían y se
daba a entender que de un momento a otro, todos serían detenidos.
Los amigos de Benavides se reunieron con doña Telésfora.
—Todo ha sido descubierto señora.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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Manuel Gómez Rufino
—González me traicionó—, dijo la mujer.
—Tenemos que actuar inmediatamente pues ahora nuestras vidas corren peligro.
—¿Cuándo?
—Mañana a primera hora.
Antes que saliera el sol aquel 23 de octubre de 1858, cuarenta hombres, en su mayoría oficiales
de guardias nacionales y de línea retirados, que habían actuado a la orden de Benavides, avanzaron sobre
la plaza mayor en cuatro columnas,
mientras gritaban:
—¡Viva la libertad! ¡Viva el general Peñaloza!.
No era una revolución. Se trataba de una simple pueblada con un objetivo único: rescatar a
Benavides.
Llegaron al Cabildo y se lanzaron al ataque, con armas de fuego, sables y lanzas. La guardia inten-
tó resistir pero fue inútil.
Los atacantes liberaron a sesenta o setenta presos que estaban en la planta baja, los que se suma-
ron al grupo armado.
—El general está engrillado en la parte alta. Avancen—
dijo el sargento Gutiérrez, apodado El
Manco.
Benavides esperaba el asalto. Pero lo esperaba para la siesta del día siguiente.
—Algo raro está pasando.— pensó el caudillo.
Rápidamente se cubrió con una frazada y se acercó a una ventana.
Escuchó que alguien ordenaba:
—Hace falta un hacha para derribar la puerta.
—Vamos a buscarla a la casa del general—,
dijo otra voz.
Un grupo corrió los ciento cincuenta metros que separaban el cabildo de la Casa de Benavides.
Benavides vio desde el balcón llegar al Cabildo al comandante Domingo Rodríguez , seguido del
capitán Maximino Godoy y comprendió lo que iba a suceder.
Intentó superar con su voz los gritos de venían desde abajo.
—¡Por favor¡ ¡Deténganse! ¡No me comprometan! ¡No den motivos para que terminen conmigo!
El comandante Rodríguez, desde abajo también gritaba.
—¡Regrese inmediatamente a su prisión o no respondemos por su vida!
Benavides entró nuevamente a la sala. Estaba cansado.
—Pueden disponer a mansalva de mi libertad porque estoy engrillado
-dijo a sus guardias.
Abajo se sentían disparos de armas de fuego y el golpeteo del hacha contra la puerta, intentando
derribarla.
De pronto, un hecho secundario adquirió gran importancia.
Uno de los guardias, Eugenio Morales, nervioso por lo que sucedía, se insolentó con el capitán
Maximino Godoy.
Este sacó su cinto y le dio dos o tres golpes.
Se escucharon exclamaciones y los soldados de la guardia amenazaron amotinarse.
Godoy se dio vuelta para enfrentar el nuevo problema y Morales, que no lo perdía de vista y esta-
ba enardecido por los cintazos recibidos, se precipitó sobre él y le dio un culatazo en la sien derecha.
Ahí quedó Godoy,
muerto en el piso.
A todo esto, Benavides permanecía sentado en el catre y engrillado.
El comandante Rodríguez, advirtiendo lo que sucedía, subió rápidamente y entró a la sala por una
puerta lateral.
Tomó su espada y atacó a Morales, que gritaba fuera de sí.
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