La invasión de los Colorados
Todo comenzó en la madrugada del 9 de noviembre de 1866 en Mendoza.
Fue un hecho casi policial pero... ¡cuánto le costaría a San Juan!
Pero vamos con la historia porque para que las cosas ocurran generalmente tienen que darse una
serie de coincidencias.
En
Mendoza había bronca entre los 280 soldados de la
Guardia Nacional.
No querían ir a la Guerra del Paraguay.
Y razón tenían.
El presidente Bartolomé Mitre había pronosticado que en tres
semanas las fuerzas de la Triple Alianza recuperarían Corrientes y en
tres meses tomarían Asunción.
Ya había pasado un año y medio y nada de eso había ocurrido.
Eran muchos los que habían muerto en tremendos combates y la gue-
rra, al menos en el interior, era cada día más impopular.
Los soldados mendocinos estaban hartos de guerras.
En la cárcel de Mendoza también estaban con bronca los jefes
y el personal de la penitenciaría.
Hacía tiempo que no les pagaban los sueldos.
Y no era fácil manejar la cárcel.
Aquello era un polvorín a punto de estallar.
Y esto no lo entendía el gobernador
mendocino
Melitón
Arroyo.
Ocurría que en la cárcel se habían
mezclado delincuentes
comunes con presos políticos.
En un mismo lugar convivían asaltantes, violadores, asesinos y rateros con militares descontentos
como el coronel
Manuel Arias o federales nostalgiosos de épocas pasadas.
Un tercer foco potencial lo constituían antiguos jefes federales que intentaban recuperar el poder
perdido en Pavón.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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Bartolomé Mitre
Juan de Dios Videla, Pedro Viñas y
Manuel Olascoaga en
Mendoza, Felipe Saa y Feliciano Araya en San Luis y Felipe Varela
en el norte,
mantenían comunicaciones y tenían los ojos puestos en
San Juan.
En la provincia -se pensaba-, no habían líderes como para
encabezar una asonada.
Pero el 20 de octubre de 1866 el gobernador Camilo Rojo reci-
bió la visita del comandante Marcelino Quiroga y la noticia lo alar-
mó.
—Pasado mañana debe estallar una revolución.
El
movimiento subversivo contaba con la participación de
conocidos federales como
Napoleón y
Carlos
Burgoa, Ignacio
Benavides, Benjamín Aguilar y Manuel Zelada.
El instigador del alzamiento era un cura salteño, Emilio Castro
Boero, en inteligencia con el diputado provincial José Ignacio Flores.
Abortado el
movimiento, Camilo Rojo ordenó detener a los
implicados. Varios lograron fugar, entre ellos el cura salteño que
huyó a Chile.
Al diputado Flores, la Cámara lo suspendió en sus funciones
“hasta que quede completamente vindicado de la participación que
se le atribuye en el movimiento”.
Pero volvamos a Mendoza.
El polvorín en que se había transformado la cárcel, finalmente estalló.
Fue en la madrugada del 9 de noviembre.
Los jefes de la penitenciaría, hartos de reclamar el pago de sueldos, pasaron a los hechos.
—¿Quieren problemas? Ahora los tendrán.
Y abrieron las puertas de la cárcel.
En el acto no quedó nadie en las celdas.
Enterados los soldados de la guardia nacional, decidieron sublevarse.
Ya no eran unos pocos sino centenares.
Ni más ni menos que un ejército conformado por soldados sublevados, carceleros enojados, delin-
cuentes comunes y militares y políticos ávidos de gloria.
Como hordas salvajes, los sublevados y los presos recorrieron las calles mendocinas sembrando
el terror, robando y matando.
Viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, el gobernador Melitón Arroyo solicitó urgente-
mente la intervención federal.
Pero las cosas no estaban como para esperar que esta llegara.
Don Arroyo llamó al comandante Pablo Irrazábal y le dijo:
—Hágase cargo de controlar el orden público.
Dicho esto, salió más rápido que volando al fuerte de San Rafael, ubicado a 250 kilómetros de la
ciudad de Mendoza.
El pobre Irrazábal poco pudo hacer para imponer su autoridad.
Fue depuesto y sustituido en el cargo por aquel coronel
Manuel Arias que acababa de salir de la
cárcel.
Camilo Rojo