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El clima en San Juan cuando marchaban hacia el sur las tropas
era de entusiasmo delirante.
Para el pueblo, se iba a defender la libertad y la autonomía. No
existían divisiones políticas.
Nadie se planteaba
—ni había espacio para hacerlo— si
Aberastain era una víctima de los acontecimientos o un demagogo que
había creado una situación insostenible.
—¡Viva San Juan! ¡Viva la libertad!—
, fue el grito unánime.
Y allí iban las tropas,
mal armadas y pertrechadas, integrada en
su mayoría por hombres sin experiencia militar, por jóvenes henchidos
de patriotismo pero que nada sabían de hacer la guerra, por conducto-
res fogosos e idealistas dispuestos —y tal vez decididos—, a morir.
Antonino Aberastain a los 50 años, daba a su vida una dimen-
sión heroica. Y había logrado inflamar
muchos corazones en una
borrachera de patriotismo.
Desde Mendoza venían las fuerzas de Saa.
No eran niños de pecho los que la integraban.
En primer lugar, los hermanos del gobernador, los coroneles Francisco y Pelipe Saa.
Otros dos coroneles arrastraban larga fama: Angel Vicente Peñaloza —el Chacho— y Felipe
Varela.
El coronel Carmen José Domínguez era el jefe del Estado mayor.
Se habían sumado algunos sanjuaninos opositores como Filomeno Valenzuela,
Melchor de los
Ríos y Pedro Viñas.
En total eran unos 1.500 hombres, en su mayoría profesionales de la guerra.
Pero... detengámonos en este punto un momento.
¿Cuál era la visión de la gente?
¿Se trataba de una lucha entre liberales y federales, los primeros con plaza fuerte en San Juan y
los otros en Mendoza y San Luis?
¿Era otro capítulo de la vieja confrontación entre mendocinos y sanjuaninos?
Digamos que en San Juan, desde la muerte de Benavides el partido federal prácticamente había
desaparecido.
Para los sanjuaninos se trataba lisa y llanamente de una invasión de las provincias vecinas.
Y eso es lo que daba sentido a la lucha.
Un día triste
No vamos a dar detalles de la batalla aunque existe una muy rica bibliografía.
Diremos, sí, que a las 8 de la mañana del 11 de enero, las fuerzas estuvieron a la vista una de otra.
Hay versiones contradictorias pero una de ellas afirma que Saa dio un ultimátum a Aberastain. La
respuesta fue el rompimiento del fuego por parte de la artillería sanjuanina.
Eran las 10 de la mañana.
La acción en sí duró tres horas.
A las cinco de la tarde, todo era silencio.
El suelo estaba regado de sangre.
“Allí pereció la flor y nata de la juventud sanjuanina”,
según
un historiador.
Finalmente se nombró comandante general de armas de la plaza al coronel
Marcelino Quiroga, en
reemplazo del coronel Francisco D. Diaz, benavidista disidente designado para ese cargo por Coll.
Aberastain lanzó un manifiesto en el que fundamentó la autonomía provincial dentro del con-
cierto argentino:
“El gobernador de San Luis, desnudado el carácter de comisionado nacional, y el gobernador de
Mendoza, procediendo ya ambos de propia autoridad, organizan fuerzas para invadir San Juan.
Este es puramente un acto de guerra civil, según el artículo 109 de la Constitución, que el gobier-
no federal debe sofocar y reprimir.
La distancia a que San Juan se halla del gobierno federal no le permite aguardar el resultado de
sus reclamaciones. Es preciso que se ponga en guardia inmediatamente y que se prepare a resistir la fuer-
za con la fuerza, si los invasores no oyen la razón y se abstienen de pisar el suelo sagrado de la provin-
cia”.
El 3 de enero,
Aberastain delegó el mando en el presidente de la Cámara, Ruperto Godoy, para
ponerse personalmente al frente de la movilización.
La batalla de La Rinconada
El 6 de enero de 1861 se supo en San Juan que las fuerzas de Saa y Nazer ya estaban en marcha
para invadir la provincia.
Aberastain ordenó la concentración de las fuerzas y el día 7 dirige una proclama a las fuerzas que
van a luchar:
“Por el artículo 29 de la Constitución Provincial, soy el jefe de las guardias nacionales de la pro-
vincia.
Todo ciudadano argentino es guardia nacional y está obligado a defender la patria.
La patria es el suelo en que nacimos, la familia, la libertad, la constitución, las leyes.
Todo está en peligro, ciudadanos. Y vengo a ponerme a vuestra cabeza para defenderlo.
El gobernador de San Luis ha querido complacer al de Mendoza haciendo una invasión armada
contra la provincia, sin tener para ello razón ni mandato legal alguno.
¡Guardias nacionales de San Juan! Ya hemos salido al encuentro de los invasores.
¡Adelante! La muerte antes que el retroceso. La libertad es más cara que la vida.
El que se quede atrás, desertando de su puesto, será un infame, indigno de vivir entre nosotros”.
Así partieron los sanjuaninos a luchar en la Rinconada, aquella mañana de enero.
Con Aberastain a la cabeza, asistido por su cuñado Gabriel Brihuega, secundado por su ministro
de Gobierno Santiago Cortínez,
marchaban 1200 hombres, en su mayoría de infantería.
Aberastain delegó las funciones de comandante general y jefe del Estado Mayor en el coronel
Santiago Albarracín, un veterano militar sanjuanino que había combatido con Lavalle,
Alvarado y el
general Paz y en noviembre de 1852 había promovido una revolución en San Juan para deponer a
Benavides.
El mayor Rómulo Giuffra, un oficial italiano contratado en Chile, que llegó al país a la caída de
Rosas, estaba al frente de un pequeño batallón de artillería que contaba con tres piezas de cañón.
Los coroneles Pablo Videla y Andrés Corsino Riveros y el comandante Serapio Ovejero tenían a
sus mandos los regimientos de caballería. El coronel Eliseo Schieroni y el comandante Carlos Antonio
Sarmiento, conducían los batallones de infantería.
Se agregaban varios mendocinos opositores al gobierno de Nazar como Arístides Villanueva,
Francisco Civit y los coroneles Pablo Videla y José Hederra.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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Angel Vicente Peñaloza
(El Chacho)
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