dentalmente había pasado la noche en casa de Virasoro, el mayor Quiroz y un teniente o capitán corren-
tino cuyo nombre no conozco.
Un cuarto de hora haría que el reloj de la torre de la Catedral había hecho sonar la de las 8 cuan-
do circulaba la noticia que un español llamado José Amiel, se había dirigido a casa del coronel Virasoro
a poner en conocimiento de este el inminente peligro que corría su gobierno.
Entonces el pueblo, como movido por un único y mismo resorte, sale de sus cantones, se precipi-
ta en las calles en orden poco militar y mal armado, sobre los diversos puntos que debía recibir su ata-
que.
Un pelotón de ocho hombres con seis fusiles al
mando del comandante don Carmen Navarro,
armado con un azadón, atacó el cuartel que se halla guarnecido con 25 soldados y 4 oficiales, se cruzan
tres o cuatro tiros por una y otra parte y aquella considerable guarnición se rinde al impulso de la sor-
presa.
Toda queda prisionera y el cuartel es tomado por el valiente Navarro, quién se apoderó de tres
cañones y de 250 fusiles más o menos sin sufrir otros contratiempos que las leves heridas de dos o tres
de sus compañeros.
La guarnición del principal, compuesta de 28 soldados y 3
oficiales, es asaltada por los comandantes don José Nuñez y don
Domingo Domínguez, con seis ciudadanos armados, todos de
pistola de un tiro. Se traba una ligera lucha entre estos y
cuatro o cinco hombres de la guarnición que alcanzó
a formar uno de sus oficiales. Y el principal cae
también en manos del pueblo por el rendimiento
de la guarnición. Cuatro o cinco heridos por una
y otra parte fue lo único que hubo que lamentar
en aquel lance verdaderamente heroico.
La casa habitación del coronel Virasoro
fue asaltada por el cantón del norte, después que
el primero pudo llegar delante de las puertas y
ventanas, en número de quince ciudadanos
armados de fusil al mando del muy valiente
comandante don David Agüero. Este intimó
rendición al coronel
Virasoro gritándole
desde la calle con voz estentórea:
—¡Abajo el tirano Virasoro!
A cuya intimación contesta este desde
adentro, a puertas y ventanas cerradas, con la
trépida voz de mando:
—¡Fuego!¡Fuego!
Entonces
el
destacamento
Agüero
comienza a descargar sobre las puertas y
ventanas un fuego graneado sostenido, alter-
nando el que se le hacía desde el interior de
aquella fortaleza.
Los primeros dos minutos de fuego
no produjeron resultado alguno visible.
Unos y otros sostuvieron sus puestos con
je, el insulto y aun el destierro sin encontrar amparo en la justicia, sobreponiéndose el mandarin a sus
seides y toda autoridad desde el mas alto al mas bajo magistrado de justicia; hasta su misma legislatura.
San Juan ofrecía el miserable aspecto de pueblo conquistado, cuando tenia lugar la reconciliacion
definitiva y sincera de todas las Provincias Unidas que constituyen la Nación Argentina.
Este memorable suceso, tan celebrado en el fondo de su corazón, cuanto que sabía apreciar su
importancia para un nuevo porvenir, fue el mismo que dio margen al coronel Virasoro para ensayar sus
últimos y mas rudos golpes de absolutismo sobre su victima inerme y desfalleciente.
San Juan, sin embargo, haciendo un esfuerzo supremo sobre su profundo abatimiento se atreve a
formular y suscribir un voto de gracia a la Convención ad hoc que reformó la Carta Fundamental de la
República, por haber tenido la generosidad de consultar espontáneamente en sus deliberaciones el ver-
dadero espíritu de este pueblo y su bastarda representación en aquella augusta Asamblea.
Y entretanto consiguió tomar conocimiento de esta manifestación cuando ya no era un simple pro-
yecto y de improviso se lanza con sus esbirros sobre todos aquellos ciudadanos que creyó implicados en
ella; los aprisiona, obliga a unos a pagarle diez pesos por cabeza y a otros los destierra fuera de la pro-
vincia sin permitirles ni a uno ni a otros la defensa de sus jueces competentes.
Enseguida recaba de su Legislatura una autorización para recaudar la onerosísima contribución
directa anual que impuso sobre este pueblo, por lo correspondiente al año 1861, sin haber concluido aún
de recoger la correspondiente al segundo semestre del que rige.
No satisfecho con esta exacción injustificable, solicita después autorización apara levantar un
empréstito valor de 50 mil pesos por cierto en el seno mismo de este infeliz pueblo explotado y hundi-
do en la miseria, so pretexto de arbitrar fondos para emprender un trabajo en el río en el invierno del año
próximo.
Hasta aquí nomás llegó el sufrimiento del pueblo que les había arrebatado la pasada humillación,
entra en conferencia, se arma; toma su resolución y jura reivindicar sus derechos o morir.
Los antiguos odios políticos se olvidan. Todas las diversas banderas se reúnen bajo una sola que
los confunde a todos con sus pliegues.
Los puestos se distribuyen entre ellos mismos, disputándose cada cual el de mayor peligro, sin dis-
tinción de clases ni condiciones, de edades ni de estado y al infrascrito lo honran con el de jefe o coman-
dante general.
En este estado de agitación patriótica, amaneció el memorable día 16 del mes que corre; la gente
destinada a operar se mantenía en el silencio más profundo de los respectivos cantones que debían
maniobrar simultáneamente sobre el cuartel, sobre el principal y sobre la casa habitación del coronel
Virasoro.
Este parece que en aquella mañana hubiese tenido más confianza que de costumbre en la impo-
tencia del pueblo pues que en las primeras horas había despachado de su casa la mayor parte de las fuer-
zas con que acostumbraba resguardar durante la noche su habitación; no se había reservado mas que 12
o 15 hombres de los de su mayor confianza mientras que su casa era un verdaderos arsenal de toda arma
escogida, preparada y cargada.
Con todo, el poder de dicha fuerza se aumentaba considerablemente con su persona, la de su her-
mano don Pedro, la del edecán de gobierno don Tomás D. Hayes, la del teniente coronel Rollin, que acci-
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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