por 56 amigos, se dirigió al cuartel de San
Clemente, dispuesto a rescatar al capitán
Sánchez o morir en el intento.
Y acá vino la sorpresa.
Porque San Juan estaba en guerra. Pero
el escenario estaba lejos, en Mendoza, donde se
combatía.
Y a las 3 de la tarde, en un pueblo abu-
rrido de muertes y despojos, nadie estaba con
ganas de pelear.
Don Atencio entró al cuartel.
—¡Ríndanse o los
matamos!—
fue la
orden.
Y todos se rindieron, sin disparar un tiro.
Grandes abrazos entre Sánchez y sus sal-
vadores.
Ya que estaban, los hombres de Atencio
liberaron a todos los federales presos.
Y pronto la noticia corrió como reguero
de pólvora.
—¡Volvieron los federales! ¡Volvieron los
federales!
El primero que corrió a esconderse fue el
gobernador dejado por Lamadrid,
Anacleto
Burgoa.
Ni trasmisión del mando hizo.
Corrió a la casa del obispo, José Manuel
Eufrasio de Quiroga Sarmiento, tio de Domingo
Faustino Sarmiento, donde pidió refugio.
Al rato, todo San Juan comentaba lo sucedido, agrandando los hechos:
—¡Los federales han retomado el gobierno!
—¿Y Burgoa?
—Huyó.
¡No quedó un sólo unitario en San Juan!
Los que habían tenido actuación junto a Lamadrid o Acha sabían lo que les esperaba si el poder
volvía a los federales.
En aquellos años, ninguno se andaba con chiquitas y el que no era pasado a degüello, era fusila-
do o engrillado.
El vecindario no comprendía el significado de la revuelta.
Pero como siempre ocurre en estos casos, se abrieron las casas federales y los partidarios de
Banavides salieron a festejar.
—¡Mueran los salvajes unitarios!
—Hay que fusilar a Burgoa!
Mientras los más exaltados festejaban en las calles, los vecinos unitarios se despidieron apresura-
damente de sus mujeres y sus hijos y enfilaron para las sierras vecinas y los valles cordilleranos para
ponerse a salvo.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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José Manuel Eufrasio de Quiroga Sarmiento
A todo esto, Atencio tomaba conciencia de lo que estaba pasando.
—Capitán, la provincia ha quedado acéfala.
—¿Y yo qué tengo que ver?
—Usted debe decidir quien va a gobernar...
—Ah, no... busquemos a alguien que se haga cargo.
Atencio no se había propuesto revolución alguna.
Menos aun quedarse con el gobierno.
Pero si simpática fue la
“revolución de los amigos”
, no menos alocadas fueron las peripe-
cias que debió sortear el derrocado Anacleto Burgoa.
Hombre odiado por unitarios y federales, el gobernante dejado por Lamadrid en San Juan
sólo pudo conseguir que el obispo lo ocultara en su casa.
Y allí estaba, en un cuarto de paja, vestido de mujer para no ser reconocido.
—Usted tiene a Burgoa, obispo—
fue el cargo que le hicieron algunos fanáticos federales.
—Sólo me acompaña la sirvienta de la casa-,
contestó el obispo.
No conformes con eso, al día siguiente una partida de montoneros cercó la casa del obispo.
Fuertes golpes en la puerta hicieron salir a Quiroga Sarmiento. Según un relato de Sarmiento, este
fue el diálogo:
—¿Quién es?
—Entregue al gobernador.
—No puedo entregarlo.
—Echaremos la puerta abajo y registraremos.
—Nadie puede entrar en casa del obispo.
—Abra.
No abro. Benavides, Lamadrid ni Acha han atropellado esta casa.
—Traemos orden.
—Pues bien, abro, pero el que pise el umbral queda excomulgado.
¡Qué disparar de gauchos! ¡Qué polvareda! ¡Ni uno solo resistió esta furibunda carga. El
obispo quedó dueño del campo y fue elegido gobernador.
El escondite
de Burgoa