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Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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Morales no se quedó atrás. Tomó su bayoneta y embistió contra su superior, hiriéndolo en un
brazo. Inmediatamente después salió al balcón y saltó a la calle. Comenzó a corre atravesando la plaza,
en dirección a la Catedral.
Uno de los amigos de Benavides lo siguió a caballo y a la carrera lo alzó sobre el animal.
El comandante Rodríguez, herido en el brazo izquierdo, también estaba fuera de si.
Se dirigió adonde estaba Benavides.
Al verlo, este, engrillado, trató de incorporarse presintiendo el peligro..
No tuvo tiempo de hacer movimiento alguno. Rodríguez le disparó un balazo a quemarropa,
hiriéndolo en el costado izquierdo, a la altura del corazón. Inmediatamente, hundió su bayoneta en el
mismo lugar.
Benavides cayó al piso. Estaba muerto.
De pronto se hizo un silencio en la plaza.
—¡Han matado al general Benavides!
En contados minutos, todos los atacantes huyeron por distintos rumbos.
El cuerpo de Benavides fue arrojado desde la habitación donde fue ultimado en los altos del
Cabildo a un patio continuo.
Poco después, un caballero de la alta sociedad sanjuanina, Juan Crisóstomo Quiroga y su herma-
na, Isidora Quiroga Garramuño de Salas, entraron al Cabildo y vejaron el cadáver del caudillo manso.
Recién el día 24 a las 7,30, los deudos del general pudieron acercarse al cuerpo.
No obstante, el
gobierno dispuso no entregar el cadáver. Lo colocaron sobre un catre y fue exhibido durante varias horas
en el pretil del cabildo.
La tarde del 24, el gobernador Gómez ordenó entregar el cadaver a sus deudos. El
muerto fue
velado en su casa y enterrado el 25 de octubre en el cementerio público sin ceremonia ni escolta.
50 años después
Alrededor de 1910, un niño de 12 años, Rogelio Driollet, quien luego sería un conocido médico,
estaba en el cementerio en el momento que en el mausoleo de la familia Zavalla se cambiaba de caja el
cadaver del general Benavides para trasladarlo a la bóveda de don Domingo Gervasio.
Driollet dió este testimonio:
“Benavides, a más de medio siglo de su muerte, estaba casi intacto.
De pie en el ataud, impo-
nente su figura de casi un metro noventa. La visera de la gorra militar a ras de los ojos; la casaca azul,
la bombacha roja, el sable al cinto y las botas a la usanza federal. Una sombra de bigote sobre el labio
y un esbozo de sonrisa en el conjunto del rostro”.
El caudillo manso
El asesinato de Benavides, indelenso y engrillado, fue sin duda un acto de barbarie. Primero por-
que fue una muerte anunciada y tratada de impedir desesperadamente por su esposa ante autoridades
nacionales y provinciales Y en segundo término porque si alguien fue generoso con sus adversarios, a
lo largo de veinte años de ejercer el poder, ese fue Benavides.
Muchas anécdotas pintan al caudillo paternalista de cuerpo entero.
Algunas de ellas tienen como protagonista a un fogoso Domingo Faustino Sarmiento, director en
aquellos años del periódico El Zonda.
Benavides había mandado llamar a Sarmiento a su despacho.
—Se que usted conspira, don Domingo.
—Es falso, señor, no conspiro.
—Usted anda moviendo a los representantes...
—¡Ah! ¡Eso es otra cosa!. Su Excelencia ve que no hay conspiración.
Uso de mi derecho diri-
giéndome a los magistrados, a los representantes del pueblo, para estorbar las calamidades que Su
Excelencia prepara al país.
—Don Domingo, usted me forzará a tomar medidas.
—¡Y qué importa!
—Severas medidas.
—¡Y qué importa!
Vi en el semblante de Benavides señales de aprecio, de compasión, de respeto y quise correspon-
der a ese movimiento de su alma.
—Señor
—le dije—
no se manche. Cuando no pueda tolerarme más, destiérreme a Chile.
La anécdota fue contada por el mismo Sarmiento.
Incorregible al fin, el siguiente número de El Zonda publicó un artículo titulado “Testamento”,
aludiendo a que
“había sido mordido por cierta perrilla faldera, rabiosa, idolatrada en su casa”.
Para los sanjuaninos fue una directa alusión a la esposa del gobernador.
Y Benavides podía tole-
rar cualquier cosa menos que se atacara a Telésfora, su esposa idolatrada, la mujer más buena del mundo.
Fue el último número de El Zonda, el sexto. La incontinencia verbal del Gran Maestro también
sabía ser injusta y cruelmente dañina.
No obstante, Sarmiento permaneció en San Juan un año y cuatro meses más.
Pero su situación se hacía insostenible, especialmente por sus críticas a Rosas y sus contactos con
quienes conspiraban desde Salta donde estaba Aberastain y La Rioja.
Fue convocado nuevamente a la Casa de Gobierno.
Benavides lo interrogó sobre su conspiración.
—He sabido que que ha recibido usted papeles de Salta y del campamento de Brizuela...
—Si señor, y me preparaba para traérselos.
—Sabía que le habían llegado esos papeles pero ignoraba que quisiera mostrármelos -
dijo
Benavides con sorna.
Sarmiento en efecto conspiraba.
Benavides era un gobernador manso pero también un caudillo.
Y no podía tolerar que la casa no
estuviera en orden,
más cuando debía salir en campaña al norte del país.
La tercera entrevista en la Casa de Gobierno, fue la última.
Sarmiento terminó encerrado en la cárcel ubicada en los altos del Cabildo, con centinela a la vista
y barra de grillos.
El 17 de noviembre (de 1840) el comandante José Manuel Espina le preparó un simulacro de ase-
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