—Sí, coronel. El general Benavides es para ellos un problema.
Y lo quieren resolver definitiva-
mente.
El coronel Francisco D.
Diaz no era precisamente un amigo de Benavides.
Un año antes, el cau-
dillo lo había derrocado como gobernador. Y esas cosas no se olvidan.
Pero tampoco podía estar de acuerdo en un asesinato.
Doña Telésfora Borrego, esposa del general Benavides, estaba dispuesta a mover cielo y tierra
para salvar la vida de aquel hombre con el que había compartido veinte años de poder.
El coronel Diaz miró a doña Telésfora y no pudo menos que sentir admiración y afecto por aque-
lla mujer.
—Señora, yo voy a salvar a su esposo.
Déjeme usted poner en juego mis ideas que tengo al res-
pecto y garantizo el éxito.
Doña Telésfora se retiró de la reunión sin saber si Diaz intercedería ante su pariente, el goberna-
dor Manuel Gómez o intentaría facilitar la fuga de Benavides.
Telésfora Borrego volvió a su casa de la calle San Clemente (hoy Santa Fe). En esa gran casona
con zaguán y patio abierto, edificada en un espacioso terreno que tenía 72 varas sobre esa calle y llega-
ba desde la esquina con Cabildo (hoy General Acha) hasta la mitad de cuadra con Mendoza, Benavides
había gobernado durante casi 20 años San Juan. Los fondos se extendían 24 varas por la calle Cabildo.
Para que el lector se ubique, la casa comenzaba en la Galería Estornell, por Santa Fe, llegaba hasta
la esquina de General Acha y se extendía en sus fondos por esta artería.
La dama sabía que no podía permanecer quieta.
Llamó a sus hijos mayores, Segundo y Telésfora y les dijo:
—Tengo que escribirle al presidente Urquiza.
La carta le explicaba al presidente de la Confederación sus temores ante el peligro inminente de
que su esposo fuera asesinado.
Sola en su habitación, Telésfora lloraba en silencio y recordaba el día en el que lo conoció a
Benavides.
Corría 1833. El tenía 31 años y ella sólo18.
Habían pasado 25 años pero ella recordaba aquel día como si fuera hoy.
Allí estaba aquel joven oficial,
muy alto —medía más de un metro noventa—, delgado, de anchas
espaldas y pequeña cintura,
musculoso, con piernas quizás demasiado largas para su cuerpo rematado en
una cabeza pequeña. Como no enamorarse de aquel apuesto militar de tez pálida, cabello lacio y negro,
cejas tupidas, ojos verdosos y nariz aguileña, con patillas que reaparecían en el mentón y un bigote “a lo
criollo”.
En la primera cita, Nazario le contó su historia.
No había nacido en cuna de oro. Su padre, Pedro, fue un criollo de ascendencia chilena. Su madre,
Juana Paulina Balmaceda, también provenía de un hogar criollo.
Junto con sus cuatro hermanos, Nazario se crió en el hogar paterno, en un fundo semirural ubica-
do en el Pueblo Viejo, que ocupaba desde lo que hoy es la calle Juan Jufré, por el norte, hasta Chile, por
el sur. Por el este llegaba hasta lo que hoy es la Plaza de Concepción.
Allí tenían los Benavides una pequeña viña, un alfalfar y un huerto, como todas las casas de aque-
llos años. La casa era de adobe, con techo de caña sostenido sobre rollizos de álamo.
Benavides no era un intelectual ni un hijo de familias ricas, como Del Carril o De la Roza.
Aprendió a leer y escribir pero no pudo radicarse en otras ciudades para volver con un título de aboga-
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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Telésfora Borrego de Benavides
do o médico. Sus ocupaciones de joven fue mondar acequias, preparar la tierra para los cultivos, podar,
cuidar los animales.
Cuando cumplió los 17 ya se había enganchado como carrero de cargas y más tarde como arrie-
ro, con lo que conoció otras provincias y viajó mucho.
Así fue moldeando su personalidad Nazario. Joven de buen caracter, afable, sin vicios,
modesto,
con gran capacidad de adaptación a las circunstancias, tolerante.
¿Como aquel modesto joven pudo gobernar San Juan tantos años?
Nazario le había contado que tenía 24 años cuando Juan Facundo Quiroga comenzó a formar su
ejército para combatir contra el general Aráoz de Lamadrid.
Y Benavides se enganchó con él, como lo
hicieron otros tres o cuatro mil cuyanos y riocuartenses, los que fueron sometidos durante cuatro meses
a una rigurosa disciplina militar.
En su vida militar, comenzó haciendo lo que sabía: fue arriero en el ejército del tigre de los lla-
nos.
Pronto Nazario se ganó el aprecio de los oficiales de Quiroga. Y este, a su vez, influyó en el joven
arriero, podador y mondador de acequias como para hacerle olvidar sus anteriores oficios y abrazar defi-
nitivamente la carrera militar.
—¡Ay Benavides! Tantas batallas ganadas, tantos honores recibidos y ahora estás ahí, en la parte
alta del cabildo, engrillado y esperando que algún bárbaro te mate...