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Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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Todo sea por un amigo
Realmente era repugnante Burgoa.
No sólo por su forma de ser sino porque también impuso aportes compulsivos a la población para
sostener al ejército de Lamadrid, que se preparaba para pelear en Mendoza.
No podía durar mucho, aunque colaboraran con él y trataran de que hiciera algo coherente los más
caracterizados unitarios residentes en San Juan aquel año, como Damián Hudson, Indalecio Cortínez,
Antonio Lloveras, Cesáreo Aberastain y Tadeo y Manuel Hipólito de la Rosa.
Y a los quince días de ejercer la gobernación, fue derrocado.
La historia del derrocamiento de Burgoa fue graciosa.
Había un capitán del ejército que había combatido junto a Benavides durante la campaña de Cuyo.
Juan José Atencio, se llamaba el hombre y era comandante de milicias de caballería.
Don Atencio vivía para el lado de Santa Lucía. Y estaba muy preocupado.
Ocurre que un gran amigo de Atencio y camarada de armas, el capitán Juan de la Cruz Sánchez
había sido detenido por los unitarios.
Atencio convocó a varios milicianos a sus ódenes y a algunos vecinos y les comentó las malas
noticias que había escuchado:
—Mañana lo fusilan a Sánchez.
Todos se indignaron.
—¡Unitarios hijos de puta!—,
fue la frase más suave.
—No hacemos nada insultando a los salvajes...
—¿Y qué podemos hacer?
—Rescatar al capitán.
Como idea estaba bien.
Pero no era fácil sacarlo del cuartel de San Clemente, donde tenían engrillado al militar.
Además corrían contra el tiempo.
—Lamadrid ha dejado muy poca tropa en San Juan, yo creo que podemos rescatarlo—,
dijo don
Atencio.
—Pero si mañana lo fusilan, tenemos que sacarlo hoy mismo.
—Sí, hay que sacarlo ya.
A las 3 de la tarde de aquel 11 de setiembre de 1841, el capitán Juan José Atencio, acompañado
Sobre llovido,
mojado
No hay dudas que 1841 fue un año dramático para San Juan.
Primero, porque cientos de sus jóvenes fueron llevados por el general Benavides a la gue-
rra con el ejército unitario. Y la mayoría murió en el campo de batalla.
Segundo, porque en una porción de su territorio, Angaco, se libró la más cruenta batalla
que recuerde la historia de las guerras civiles argentinas,
muriendo en pocas horas más de mil
soldados.
Tercero, porque la capital fue invadida por el general
Mariano Acha primero y el gene-
ral Araoz de Lamadrid después.
Si los sanjuaninos iban a la guerra, la gente debía aportar no sólo sus hijos sino también
su dinero, sus caballos, sus animales y armas.
Si, en cambio, los ejércitos invasores llegaban a San Juan, el panorama poco cambiaba:
tomaban por la fuerza el dinero y los bienes de los pobladores, violaban a sus mujeres y mata-
ban a quien se opusiera a ser despojado o simplemente los mirara mal.
No importa que fueran unitarios o federales, la población siempre llevaba las de perder.
Pero en este panorama aterrador, hubo una revolución —si así puede llamarse— que tuvo
ribetes de comicidad.
Un poco de aire fresco, en medio de tanta sangre.
El 27 de agosto del ‘41 el general Lamadrid deja San Juan tras haber permanecido cua-
tro días. Se lleva todo lo que pudo conseguir en dinero y efectos e incluso se apodera de la sue-
gra, la esposa y los hijos del gobernador, general Nazario Benavides a los que toma de rehénes
y parte a Mendoza, en persecución de éste que llevaba como prisioneros a su hijo de 19 años,
el capitán Ciriaco de Lamadrid y al general Acha.
Pero antes de partir, deja al frente del gobierno a un coronel que había sido federal a las
órdenes de Facundo Quiroga pero se había pasado a las filas unitarias. Anacleto Burgoa, se lla-
maba el hombre y era famoso por su ambición de mando, su ignorancia, su altanería y su abso-
luta falta de capacidad para gobernar.
Pero ahí estaba don Anacleto, ocupando la misma silla por la que antes o después pasa-
rían hombres de la talla de Domingo Faustino Sarmiento, Salvador María del Carril, José
Ignacio de la Roza o Nazario Benavides.
Burgoa, como buen converso, odiaba a los federales por los que alguna vez luchó.
El primer hecho
“importante”
de su gobierno fue un anticipo de lo que vendría. Instigó
a seis jóvenes fanatizados por la causa unitaria para que tomaran un gran retrato de Juan Manuel
de Rosas, gobernador de Buenos Aires, que tenía Benavides en su despacho.
Hizo que lo lle-
varan a la Plaza Mayor. Allí lo colocaron en forma vertical, sostenido por un palo.
Luego vino la orden:
—¡Fuego!
Y el retrato fue fusilado, entre la risotada de los jóvenes.
Acto seguido, le prendieron fuego.
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