Intimación de Benavides
El 20 de agosto, Benavides envia una nota al general Acha, atrincherado en la totrre de la
Catedral, intimándolo a rendirse.
Señor:
comandante de las fuerzas disidentes semisalvajes
Don Mariano Acha
El infrascripto se halla en el deber de intimar a usted rendición de armas a discresión,
proponiéndole por garantía salvarle la vida, lo mismo que a sus oficiales y tropa, bien entendi-
do que si no lo verifica la noche del día de mañana, se hará usted indigno de toda considera-
ción y deferencia, pues se halla decididamente resuelto a descargar sobre su cabeza todo el
rigor de las armas federales hasta dejarlo reducido a escombros, con la miserable fuerza que
lo acompaña.
No abuse usted de hallarse situado en el centro del pueblo para no acceder a lo que se le
propone, porque nada respetará el infrascripto si su obstinación trata de sacrificar más vícti-
mas.
Pero el
“caudillo manso”
de San Juan, siempre humano pese a la ferocidad de la lucha
en la que le tocaba participar, agrega otra esquela, esta personal:
Al señor general
Don Mariano Acha
Muy señor mío:
Al usar la política de girar a usted la nota adjunta, no tiene más objeto que correspon-
der a las consideraciones que ha dispensado a mi familia pues si no fuese agradecido omitiría
tocar este medio en obsequio suyo.
El general Acha contestó las dos notas.
Y para las dos tuvo estas respuestas:
Al jefe de las fuerzas de los esclavos
Don Nazario Benavides
Hágole presente haber recibido la carta de usted fecha 20 y tiene el gusto de contestar
diciéndole que puede usted disponer su ataque a la hora que guste, seguro que las fuerzas a mi
mando no se rinden.
La nota personal de Acha decía:
General Benavides:
En favor de su familia no he tenido que hacer nada.
Quisiera que su señora me hubiese
ocupado en algo, pues los jefes del ejército libertador no toman jamás venganza contra la fami-
lia de los que se manifiestan enemigos.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
56
57
La astucia de Nazario Benavides y el aporte del zonda sanjuanino no eran presas fáciles para el
bravo soldado.
La guerra en la ciudad
La guerra estaba ya en la ciudad,
Una guerra extraña, entre dos ejércitos disminuidos y donde los hombres venidos de afuera domi-
naban la Plaza Mayor.
Porque Acha se vio obligado con los pocos hombres que quedaban de su infantería, a concentrar-
se en el centro mismo de la ciudad.
La torre de la Catedral era el mejor punto de observación en aquella ciudad chata. Y allí se insta-
ló Acha.
En cada calle de acceso puso guardias.
Benavides,
mientras tanto, buscaba otro punto alto.
Se instaló en la torre de San Agustín, ubicada en lo que hoy es la calle Entre Ríos, casi
Mitre.
Estaban a cien metros en diagonal uno de otro.
Benavides tenía un cañón y desde allí bombardeaba a Acha.
La infantería y la caballería federal actuaba sobre las guardias ubicadas en las calles.
Pasó el día 19. Y también el 20, con la gente guardada en sus casas y los tiros silbando en la ciu-
dad.
Benavides ordenó cortar el agua de las acequias para dejar a los sitiados sin bebida.
La situación del general unitario se tornaba desesperada.
Ordenó a sus hombres que buscaran alimentos, bebidas y pólvora en las casas vecinas.
Nadie quería abriles la puerta.
Acha, desde la torre de la catedral enfocaba su catalejo hacia el norte, esperando la aparición del
general Lamadrid con el grueso del ejército unitario.
Había prometido llegar el 18 pero ya era 20 y ni noticias.
El 21 a la noche, un vigía destacado por Benavides pidió hablar con el gobernador federal.
—Señor, viene el ejército de Lamadrid.
—¿Dónde están?
—En Angaco.
Benavides supo que tenía que actuar rápidamente.
—Hay que terminar con esto.
Cuarenta jinetes y 24 infantes, a las órdenes del teniente Moreno y el mayor Gallardo irrumpie-
ron en la plaza, apoderándose de los cañones unitarios que no habían podido ser emplazados y tomando
prisioneros o matando a los guardias.
Acha ya no tenía salida.
Había quedado sin poder de fuego.
Y en cada casa vecina a la catedral
había federales apuntando hacia la torre.
La catedral había pasado a ser el último bastión unitario, refugio de Acha, el joven capitán Ciriaco
Lamadrid —hijo del general— de sólo 19 años y unos 70 soldados y oficiales.
A falta de cartuchos, lanzaban piedras y ladrillos a quienes se arrimaban al edificio.
Ya sólo quedaba rendirse.
Pero Acha seguía en la torre, con su catalejo,
mirando hacia el norte, esperando a Lamadrid.
Eran las 8 de la mañana del día 22.
Era una carrera contra el tiempo.
Acha dilataba su rendición, esperando a Lamadrid.