Parecía un pueblo fantasma.
De pronto un niño que sale corriendo de una casa y detrás la madre, que lo alcanza, lo toma del
brazo y rápidamente lo introduce nuevamente cerrando la puerta tras de sí.
El prebístero Timoteo Bustamante, gobernador dejado por Benavides, había alcanzado a huir.
Varios de los hombres más prominentes también montaron en sus cabalgaduras y fueron a refugiarse en
el valle de Zonda, en Ullum y hasta en Calingasta.
El jefe de las fuerzas militares, José María Oyuela supo al instante que nada podía hacer en defen-
sa de la ciudad y salió a revienta caballo en dirección a Albardón, intentando reunirse con el ejército de
Benavides.
No hubo entrada con tiros al aire ni caballos lanzados a feroz galope.
No era la invasión de una montonera. Era un ejército el que llegaba, conducido por un hombre de
41 años, de elevada estatura, rubio, de larga barba, tez blanca tostada por mil soles y de apostura mar-
cial.
—¿Quién está a cargo de la ciudad?
No hubo respuesta.
Pronto se presentaron los unitarios
más destacados de San Juan: Damián Hudson, Antonio
Lloveras,
Hilarión
Godoy, Félix
Aguilar, Indalecio Cortínez, Cesáreo
Aberastain
—hermano de
Antonino—, Juan Crisóstomo Quiroga, Tadeo y Manuel de la Rosa,
Vicente Lima y Anacleto Burgoa,
un coronel que alguna vez fue federal y combatió junto a Facundo Quiroga pero ahora era unitario, fana-
tizado y enfermo de poder.
—General, sería un honor para mí que usted se alojara en mi casa.
El que había hablado era don Vicente Lima, hombre muy respetado.
La casa de Lima quedaba en la misma esquina que hoy forman las calles Mitre y General Acha,
frente a la plaza mayor.
Allí se instaló el general. Y ese mismo día asumió el mando de la provincia.
—Dígame, don Vicente... ¿donde vive Benavides?
—A una cuadra de aquí. Los fondos de esta casa y la de él se comunican.
La casa de Benavides estaba ubicada en lo que hoy es la calle Santa Fe, entre la calle del Cabildo
(hoy General Acha) y la calle Mendoza. Ahí tenía también su despacho de gobernador.
Acha llamó a uno de sus oficiales.
—Ponga una guardia permanente en esa casa. No quiero que algún loco haga algo a su familia.
—Si señor.
—Algo más: quiero una completa requisa de todas las casas. Arma que encuentren la traen.
Necesitamos además cuanto animal exista en San Juan y todos los alimentos disponibles.
—¿Qué hacemos si alguien se resiste?
—Me lo fusila en el acto.
La esposa de Vicente Lima explicó entonces a Acha:
—General, la señora de Benavides es una excelente mujer y debe estar muy preocupada por sus
pequeños hijos...
—Quédese tranquila. Vean la forma de que tenga una comunicación con esta casa a través de los
fondos. Y que no dude en venir acá ante cualquier problema.
El grueso de la tropa unitaria instaló su campamento en La Chacarilla, a unas 20 cuadras de la
plaza, una propiedad de los failes dominicos que tenía una construcción en alto rodeada por dos gran-
des potreros, aptos para que los animales pastaran.
Dos días estuvo Acha en la ciudad.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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El marco político
Juan Manuel de Rosas gobernaba Buenos Aires.
Cuyo era federal y le respondía, con José Felix Aldao en Mendoza, Pablo Lucero en
San Luis y Nazario Benavides en San Juan.
Pero también había defecciones.
El general Gregorio Aráoz de Lamadrid, hombre de Rosas, se había pasado a las filas
unitarias.
Y otro tanto había hecho el “zarco” Tomás Brizuela —heredero político de Juan
Facundo Quiroga— en La Rioja.
El partido unitario había proyectado, con apoyo francés, un movimiento simultáneo en
todo el país con el fin de derrocar a Rosas.
El Ejército Combinado de Cuyo, con Aldao a la cabeza y Nazario Benavides como
segundo jefe, debía obrar contra las fuerzas de la Confederación.
Dos días en los que es de suponer, hubo actos de pillaje, vejámenes y se incautó cuanto podía ser
útil al ejército.
No era fácil contener a aquellos hombres...
—Permiso general. Traemos a un vecino que se negó a entregarnos los animales.
—Ya le he dicho lo que debe hacer.
Me lo fusilan en la plaza mayor, para que todos vean lo que
les pasará si actúan así.
Estaba muy enojado Mariano Acha.
Media hora más tarde y con la presencia de un centenar de curiosos, don Leandro Rufino, el alti-
vo vecino que no estaba dispuesto a entregar sus bienes estaba frente al Cabildo, con los ojos vendados,
esperando que el pelotón de fusilamiento terminara con su vida.
Fue en ese momento que se presentó ante el general doña Antolina Robledo de Lima, en cuya casa
se alojaba Acha.
—General, le ruego que no mate a ese hombre.
Acha miró a la mujer.
—Tómele todos sus bienes pero no lo mate, ese hombre va a casarse con mi hija.
Acha esbozó una media sonrisa, llamó a uno de los oficiales y le dijo algo al oido.
Leandro Rufino había salvado su vida.
El 16 de agosto, a las 7 de la mañana, el general Acha partió al frente de su ejército desde Las
Chacritas. Sus fuerzas se habían engrosado con el enganche de unitarios sanjuaninos.
En la ciudad sólo quedó un pequeño grupo integrado por 20 soldados.
Las tropas se dirigieron hacia Albardón, para esperar a Benavides con su ejército.
Cruzaron el río San Juan en la fría mañana de invierno y dirigieron sus pasos hacia Angaco.
A todo esto, Benavides había dejado atrás Angaco. El cansancio era inmenso en aquellos 400
hombres que venían desde La Rioja, sin dormir y con hambre atrasada.
Había que reunir fuerzas para el choque final.
El jefe federal ordenó desensillar en los campos de don Daniel
Marcó.
Al salir el sol, Benavides
ordenó carnear algunas vacas que pastaban en los potreros para que se alimentara la tropa.
Esperaba noticias sobre la llegada del ejército de Aldao. Pensaba seguir su viaje a media mañana,
tomando más hacia el norte.