Entre los miembros de la Cámara había legisladores irreductibles en el tema religioso, que habí-
an decidido no asistir a las sesiones.
De un total de 18, votaron 12 con un resultado de 9 a 3 a favor de
la propuesta.
Finalmente el 6 de julio quedó sancionada la ley y el 13 promulgada por el Ejecutivo.
Los opositores a la Carta de Mayo ya no discutían.
Habían decidido pasar a la acción.
Atrás estaba evidentemente la inteligencia de otras personas escudadas en las sombras. Pero la
acción corrió por cuenta de un sargento llamado Joaquín Paredes, al que apodaban
“Carita”,
secunda-
do por otros dos sargentos, uno de apellido Moyano, al que apodaban el
“Chucuaco”
Moyano y otro
de apellido Maradona, que era de raza negra.
El primer objetivo fue sublevar al cuartel de San Clemente, ubicado a una cuadra de la Plaza
Mayor y sumar al movimiento a los presos de la cárcel.
El paso siguiente, tomar prisionero al gobernador.
En la noche del 26 de junio de 1825,
Del Carril dormía en su casa cuando de pronto se vio ante
dos hombres armados con fusiles y escuchó de labios del cabo de policía Francisco Borja Vasconcelos
una orden que no terminaba de comprender:
—Está usted detenido. Debe acompañarnos.
El joven gobernador intentó hacerles entender a sus visitantes la gravedad del hecho que estaban
produciendo.
Vasconcelos lo interrumpió bruscamente y a los empujones lo sacó a la calle, llevándolo
detenido al cuartel.
La ciudad ya estaba en manos de cabos, sargentos y presos.
Con este inusual “ejercito” Paredes y su extraña corte sentó las bases de su proclama:
“Los señores comandantes de la tropa defensora de la religión que abajo suscriben, tienen el
honor de hacer saber a toda la tierra el modo como cumplen los mandatos de la Ley de Dios”
, comien-
za diciendo.
El documento solicitaba en sus seis artículos:
1º) Que la Carta de Mayo sea quemada en acto público, por medio del verdugo “porque fue
introducida entre nosotros por la mano del diablo para corrompernos y hacernos olvidar nuestra reli-
gión católica apostólica, romana”.
2º) Que la Junta de Representantes sea deshecha y en su lugar se ponga el Cabildo, tal como
estaba antes, y toda la administración de justicia.
3º) Cerrar el teatro y el café por estar profanados porque allí concurrían los libertinos para
hablar contra la religión.
4º) Que los frailes se vistan de frailes.
5º) Sancionar en toda la provincia la Católica Apostólica Romana como la religión de San
Juan.
6º) Imponer una contribución para el pago de la tropa.
Una bandera blanca con una cruz negra y la leyenda “Religión o muerte”, servía de emblema.
Los defensores del gobierno intentaron el día 27 alguna defensa. Protagonizaron escaramuzas con
algunos muertos y heridos por ambas partes pero ante la imposibilidad de resistir se replegaron hacia el
Pueblo Viejo, Concepción.
Allí fueron seguidos por Paredes y los suyos por los que no les quedó otra alternativa que cruzar
el río y concentrarse en la Villa Salvador, en Angaco.
Del Carril había quedado sólo y en prisión.
¡Ciudadanos! Las leyes obrarán contra él pues habiendo jurado ante el pueblo soberano profe-
sar y defender la religión católica, apostólica y romana, quiere a la fuerza y valido de las bayonetas,
intimidar a nuestros representantes y despojarnos de ella”.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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Joven y con votos
El 19 de enero de 1822 se produce un movimiento revolucionario y asume el gobierno el
general José María Pérez de Urdininea.
Como el general no era sanjuanino, inmediatamente comenzaron a conspirar contra él.
Inteligente el hombre, designó en su gobierno a las
máximas personalidades de ese
momento. Primero nombró ministro secretario a Francisco Narciso Laprida, que acababa de pre-
sidir el Congreso de Tucumán y luego a Salvador María del Carril, un brillante abogado de 23
años.
Con estas designaciones, Urdininea apaciguó los ánimos y sentó las bases para lo que
luego fue el Tratado de Huanacache que firmaron las provincias cuyanas.
Pero resulta que el general fue convocado para ponerse al mando de la expedición al Alto
Perú. Tiene que renunciar al cargo y la Junta de Representantes expide un decreto para que se
hagan elecciones populares.
Es interesante conocer aquel decreto que tenía cinco artículos.
Por el primero se decía que “en la elección de gobernador, todo hombre libre, natural o
avecindado en la provincia,
mayor de 21 años, o de menos si es emancipado, tiene derecho a
votar”.
No podían votar, en cambio, “los acusados de crimen con proceso justificativo, siempre
que por él vayan a sufrir pena corporal aflictiva o infamante, los que no tengan propiedad cono-
cida u oficio lucrativo y útil al país del cuál subsistir; los domésticos y los asalariados que, por
carecer de propiedad se hallan de servicio a sueldo de otras personas”
El punto tercero aclaraba que “de los individuos militares que componen la guarnición
sólo votará el que haga de comandante y de los conventos regulares, sólo los prelados”.
El artículo cuarto expresaba textualmente: “”Al que se le probase cohecho o soborno en
la elección, antes o despues del acto, incurrirá en la multa del céntuplo del soborno o, en su
defecto, una pena equivalente.
Y tanto el sobornante como el sobornado, serán privados perpe-
tuamente de voto activo y pasivo. Los calumniadores sufrirán la misma pena”.
Finalmente, el artículo quinto disponía que “habrá una mesa central de elección en la
Casa de Justicia o Municipal, compuesta por los alcaldes de primer y segundo voto, el procura-
dor de la ciudad y dos comisionados que la junta nombrará en su seno.
Así se realizaron las primeras elecciones populares (aunque selectivas) en San Juan.
¿Cómo fueron los comicios? Impecables. Se dieron todas las garantías, no hubo presión ni
fraude alguno.
Y resultó electo gobernador un jóven de 24 años que luego daría mucho que hablar:
Salvador María del Carril.
Por aquellos años, San Juan tenía 26 mil habitantes,
Mendoza 30 mil, Córdoba 80 mil,
Buenos Aires 151 mil y Santa Fe 10 mil.