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Miradas
También poseen sus diez mandamientos:
Amarás la queja sobre todas las cosas.
No tomarás el nombre de la victimización en vano.
Santificarás la manipulación.
Honrarás la tristeza y el sufrimiento.
No te alegrarás.
No cometerás actos de autorrealización.
No regalarás sonrisas.
No dirás testimonios con final feliz ni dirás que lo eres.
No consentirás pensamientos ni deseos de bienestar,
Codiciarás la felicidad ajena.
Quiero a Tatiana, entre nosotras existe la confianza que da la amistad
de años. Por eso le pregunté cómo era para ella, una mujer tan coqueta,
usar el mameluco.
-Me resulta muy cómodo. Una vez que te acostumbrás, no querés
usar otra ropa. Se convierte en tu propia piel.
El otro día me invitó a una de las reuniones de los Quevima y, como
soy curiosa, la acompañé. Me sorprendió ver la iglesia llena de personas
de diferentes edades y condiciones. Todos sanos. No sé por qué pensé
que encontraría enfermos terminales, con dolencias crónicas, madres de
chicos con problemas de salud. Al oído, le pregunté a mi amiga.
-No veo enfermos, son personas que parecen estar bien, ser saluda-
bles.
-Los quevímanos nos atamos al sufrimiento. Los enfermos comunes
sueltan el dolor y buscan una salida por eso no están acá.
Saludé a algunos conocidos y otros se hicieron los que no me cono-
cieron.
Al terminar la celebración, mi amiga me invitó a recorrer las depen-
dencias. Pasamos por el tanque australiano donde se deja el diezmo y
la galería de espejos para ensayar los gestos del drama. En una habita-
ción inmensa estaban colgados los mamelucos grises de los que pasaron
por la iglesia y habían dejado los hábitos. No me sorprendí en absoluto.
Colgado en una percha vieja y rota, había uno que tenía mi nombre.