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U
n día llegué a visitarla y estaba llorando. Tenía que juntar dos
litros de lágrimas.
-¿Para qué? Le pregunté
-Tengo que pagar el diezmo.
Mi amiga Tatiana se había hecho fiel seguidora de un grupo lla-
mado Quevima, una suerte de iglesia que había llegado hace mucho a
San Juan. Ya sea por la naturaleza del suelo, el clima o ciertas carac-
terísticas idiosincráticas, el número de seguidores crecía día a día y
era notable la cantidad de adeptos que se encuentran en distintos ám-
bitos.
Quevima