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Esto ocurrió el día 6.
Durante los dos días siguientes, Cirilo Sarmiento actuó como gobernador.
Designó gente, produ-
jo hechos.
El día 8 se encontró con la realidad.
En nombre del presidente Avellaneda, el ministro del Interior le envió un tajante telegrama.
“No hay pueblo en una reunión de ciudadanos y mucho menos puede ser pueblo de una provin-
cia”
, le decía el ministro.
Don Cirilo siguió leyendo:
“Una renuncia bajo el imperio de un movimiento subversivo y arrancada en una prisión no es un
acto libre”.
Sarmiento frunció el entrecejo:
“El señor presidente termina manifestando a usted que, según lo ya expuesto, no reconoce ni
reconocerá a ninguna otra persona como gobernador de San Juan sino al señor don Rosauro Doncel,
mientras su autoridad no haya cesado con arreglo a los preceptos de la Constitución de esa provincia”.
—Sonamos—
, pensó don Cirilo.
A todo esto el juez Federal recibía un telegrama despachado por el general Roca desde Rio
Cuarto:
“El presidente no reconoce más autoridad legal que la de Doncel y la intervención irá a repo-
nerlo”.
Las cosas se ponían muy feas.
El senador Agustín Gómez expresaba en otro telegrama al juez:
“Gobierno y Congreso en masa dispuestos a ahogar la revolución. Reposición de Doncel sin con-
diciones ordenada a Sarmiento. Avise si no cumple”.
El día 9 don Cirilo Sarmiento no pudo dormir.
Nunca supuso que se había metido en un lío tan grande.
Lo mismo ocurría con los diputados que participaron del alzamiento.
El día 10 ya no aguantaron más.
A primera hora Sarmiento dictó una resolución disolviendo las fuerzas que lo apoyaban.
“El Exm
o. señor presidente de la república ha interpuesto la suprema autoridad que inviste, para
que las fuerzas creadas por la revolución del 6 del presente sean desarmadas”.
Acto seguido, don Cirilo ordenó liberar al gobernador Doncel.
Y hasta fue a buscarlo para que se hiciera cargo nuevamente del gobierno.
Tras el papelón, varios de los comprometidos se exiliaron de San Juan.
El diputado Javier Baca, jefe de la
“revolución”
, fue separado de su banca.
Y el cándido don Cirilo hizo publicar una nota en la que explicaba que había aceptado su desig-
nación
“con el único propósito de salvar la vida del gobernador, sentenciado a pena de muerte por los
revoltosos”.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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La sublevación del “cabezón”
La
“revolución de los septembrinos”
comenzaba a ser olvidada, salvo por las bromas y las sonri-
sas que alguno dispensaba al paso de don Cirilo Sarmiento, cuando se produjo otro hecho grave.
El 24 de noviembre de ese mismo 1877, el sargento José Sierra, apodado
“el cabezón”
, sublevó
la fuerza nacional de línea descontenta por el atraso en el pago de haberes.
En esos días había un sólo cuartel en la ciudad, el de San Clemente, ubicado en pleno centro, en
la manzana comprendida por las calles Santa Fe, Tucumán, Córdoba y General Acha.
El sargento revoltoso con las tropas que lo siguieron se dispuso a tomar el cuartel.
Y lo hizo a sangre y fuego.
Pronto quedaron muertos varios oficiales, como el capitán Molina, Salinas y Rossi.
Y el cabezón quedó al frente del cuartel y amo y señor de la ciudad.
Algunos militares intentaron recuperar el edificio.
Entre ellos el coronel
Marcelino Quiroga y el capitán Emilio Zavalla.
No sólo no lo lograron sino que perdieron la vida en el intento.
Ya sin oposición armada, los hombres del sargento Sierra salieron a la calle y atacaron los edifi-
cios públicos.
—Hay que degollar al gobernador y sus ministros—
, fue la orden de el
“cabezón”.
Pero el gobernador Rosauro Doncel no estaba en su despacho. Se había ausentado de la ciudad
tras haber decidido realizar un paseo campestre.
Las tropas estaban enardecidas.
Y se dispusieron a saquear los comercios y casas de familia.
En ese momento apareció en escena un personaje providencial: el obispo de Cuyo, fray José
Wenceslao Achával.
Achával, solo en medio de la turba, los convenció de que depusieran las armas.
Un relato de Juan de Dios Jofré al padre Luis Córdoba de la orden de frailes menores de Córdoba,
pinta la escena de ese día:
“Calmada la conmoción y cesado que hubo el combate, volvieron todos al cuartel acompañados
del obispo, quien los exhortó a desistir del feroz intento de prender y ejecutar a las autoridades, de atro-
pellar a las personas y de saquear al pueblo, ablandando sus corazones y arribando a un pacífico arre-
glo con el temible Sierra, jefe y caudillo de la rebelión.
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