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Las dificultades de De la Roza habían
recrudecido desde 1818, cuando se presentó a la
reelección. El sector conservador
—muy ligado
a la Iglesia— apoyado por sectores ligados a los
grupos montoneros, guardaban viejos rencores y
se opusieron terminantemente.
Para colmo de males, el teniente goberna-
dor había declarado la guerra a la familia de Oro
de la que formaba parte su esposa, Tránsito de
Oro. Entre otras cosas, había deportado a Chile
al ex congresal de Tucumán, fray Justo Santa
María de Oro y a San Luis, al hermano de éste,
el presbítero José de Oro.
El ambiente en este tiempo estaba dado
para una revuelta. Pero faltaba lo principal:
quien la encabezara. Lo lógico habría sido un
hombre de arraigo sanjuanino y ligado a los sec-
tores conservadores y de la Iglesia. Pero ya sea
porque la situación era difícil o porque no existí-
an hombres con ambiciones en esos días, el caso
es que la jefatura del
movimiento recayó en el
famoso Mariano Mendizábal, el apuesto calave-
ra porteño, cuñado del gobernador.
Y el despre-
juiciado e inescrupuloso militar que advertía la
caida no sólo de De la Roza sino de toda la
estructura intendencial con la consecuente autonomía provincial, se lanzó a la aventura.
Pero volvamos al gobernante en prisión.
De la Roza no fue fusilado al día siguiente.
Pero la amenaza seguía en pie. En cualquier momento se lo pasaría por las armas.
Esos días fueron un suplicio para el teniente gobernador.
Desde su celda, intentaba escuchar lo que hablaban voces lejanas. Estaba alerta ante los cambios
de guardia. Cercanos a él, observaba los instrumentos de suplicio. Un sacerdote se le acercaba cada tanto
y le decía:
—Prepárese, doctor, en cualquier momento será fusilado.
Dicen que De la Roza se sentía tan mal, tan torturado sicológicamente, que pidió a sus amigos,
especialmente a Francisco Narciso Laprida, que le hicieran llegar opio para calmar su ansiedad.
El día 14 pidió redactar su testamento ante la proximidad del cumplimiento de la sentencia:
“Estando condenado a morir por los jefes que hicieron la revolución el día 9 del presente mes sin
causa alguna y sólo por los efectos de las pasiones irritadas de la revolución
—escribe—
, sepan todos
los que el presente vieren, que esta es mi última y única voluntad”.
De la Roza encomienda a su mujer,
doña Tránsito de Oro y a su hijo de un mes, Rosauro, a sus amigos Francisco Narciso Laprida y
Rudecindo Rojo y recomienda a la esposa que
“inspire a mi hijo los sentimientos más ardientes para su
patria y que jamás le inspire venganza contra otros enemigos que los de mi país”.
Mendizábal, a todo esto, asumido el mando militar quiso institucionalizar la revolución.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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El mismo día que se inició el movimiento, el 9 de enero, convocó al ayuntamiento y al vecinda-
rio para un cabildo abierto en la sala capitular.
—Señores
—dijo Mendizábal—
con el deseo de libertar al pueblo del despotismo, opresión y tira-
nía del teniente gobernador don José Ignacio De la Roza. hemos logrado deponerlo y asegurar su per-
sona al amanecer de este día.
Hubo, lógicamente, aplausos para el capitán.
—Encontrándose el pueblo acéfalo
—continuó—
es preciso designar quién gobernará.
Ante la sorpresa general, el siguiente orador fue Francisco Narciso Laprida quien propuso a
Mendizábal como gobernador.
Y fue nomás el cuarto teniente gobernador de San Juan, del
mismo modo que lo había sido su
cuñado cinco años atrás tras una asonada seguida de una votación popular.
Casi dos meses estuvo preso De la Roza. Pero no fue fusilado.
En los primeros días de marzo,
Mendizábal le conmutó la condena por la pena del destierro y lo
mandó a La Rioja.
Pero De la Roza hizo un viaje mucho más largo. Siguió hasta Perú, como lo hicieron a su tiempo
los otros gobernadores de las provincias cuyanas, Luzuriaga y
Dupuy.
Allí se sumó al Ejercito
Libertador.
De la Roza se quedó en Lima, donde murió en 1839, sin volver nunca a su tierra natal ni reunir-
se jamás con los suyos.
El aventurero que nos dio la autonomía
—¡No, este no es el final que yo quería! ¡La aventura fue demasiado lejos!
Este debe haber sido el último pensamiento de Mariano Mendizábal aquel 31 de enero de 1822,
antes que el jefe del pelotón de fusilamiento diera la orden.
Pero allí estaba, en la Plaza Mayor de Lima, Perú. Y la orden llegó:
—Apunten... ¡fuego!
Y allí quedó tirado Mariano Mendizábal, sin comprender qué ocurrió, como pudo pasar todo tan
rápido.
Porque Mariano Mendizábal, aquel inescrupuloso capitán, enamorador de mujeres, con alma de
bribón; el que sedujo a la hermana del poderoso José Ignacio De la Roza y la dejó embarazada para
casarse después con ella y tener una hija, había dado a San Juan lo máximo que un patriota puede darle:
su autonomía como provincia. Y sin embargo...
Pero vamos a la historia.
Corría enero de 1820 y Mendizabal era el teniente gobernador de San Juan.
Es cierto que tenía pocos escrúpulos. Pero no era tonto Mendizabal.
Ya era el teniente goberna-
dor. Pero para asegurar el poder tenía que lograr que Mendoza, capital de la intendencia, reconociera el
hecho consumado. Pero sus ambiciones iban más allá: quería la autonomía provincial. ¡Basta de depen-
der de Mendoza! San Juan debía ser una provincia confederada, con todos sus derechos.
Enterado de que De la Roza había sido depuesto, el gobernador intendente de Cuyo Toribio de
Luzuriaga instruyó al coronel Rudecindo Alvarado que viajara a San Juan al frente de dos compañías de
cazadores provistas de piezas de artillería de campaña para hablar a los revoltosos
“en lenguaje convin-
cente”.
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