Ya la situación no daba para más.
Pero... ¿Cómo destituirlo a Sarassa?
En aquella pequeña aldea de poco
más de tres mil almas donde no más de cin-
cuenta familias contaban, no hacían falta
medios de difusión. Los rumores corrían dema-
siado rápido.
Y ese rumor tenía fuerza:
—Está en marcha una conspiración
de los españoles.
El historiador Horacio Videla recuer-
da que la historia registra casos de sicosis
colectiva como el que vivió San Juan en
aquellos días. Y cita la conspiración de la
pólvora en Inglaterra, con una noche de San
Bartolomé para los católicos; el telegrama
de Ems de Bismark que encendió la guerra
franco-prusiana, la condena dictada contra
el periódico El Restaurador de las leyes que
provocó la caída del gobierno de Balcarce.
San Juan vivió su guerra sicológica:
la conjura de los españoles en Cuyo, en
1813.
Rumores similares circularon en
Mendoza. Pero no tomaron la dimensión de
San Juan, donde se salió a la caza de los
conjurados.
Alguien denunció a un español, lla-
mado Angel Diaz, de ser uno de los propiciantes de la revolución antinacional. Inmediatamente se lo
detuvo.
—¿Estais todos locos? Yo no se nada de política, soy un simple artesano.
Evidentemente, el pobre hombre era totalmente ajeno a la imputación.
Nada se le pudo probar y
se lo dejó en libertad.
De cualquier forma, el Cabildo no podía quedarse de brazos cruzados ante tamañas versiones.
Y
como siempre hay un culpable, se decidió expulsar a 40 españoles solteros, sin radicación definitiva, que
por aquellos días transitaban por nuestra aldea.
La mecha estaba encendida.
Y alguien tenía que pagar los platos rotos.
¡Quien otro que el bueno de Sarassa!
El 30 de setiembre, el Cabildo, alegando
“la indiferencia criminal con que Sarassa parece mirar
el peligro realista, sin tomar providencias para conjurarlo”,
destacó una representación del vecindario
con un considerable número de firmas, exigiendo su renuncia.
Otros fueron más directos en sus conceptos:
—¡Hay que fusilarlo!
La petición y el tumulto derribaron a don Saturnino.
El pobre viudo, sólo su alma en un pueblo que nunca entendió, sólo atinó a huir, refugiándose en
Mendoza, en medio de un coro de voces que. amenazadoramente, reclamaban su cabeza.
Igual que había ocurrido meses antes cuando llegó, las campanas de la ciudad alzaron a vuelo, esta
vez festejando la caida del gobierno.
Desde su exilio en Mendoza, Sarassa logró la designación de un juez comisionado para deslindar
responsabilidades.
De este modo la provincia tuvo su primer interventor nacional.
La elección recayó en el doctor José María García quien instruyó un sumario.
En ese sumario consta la declaración de Sarassa en la que afirma que
“en vano trató de disuadir
a sus adversarios el errado concepto que tenían sobre su persona”
. Afirmó que
“era el más verdadero
patriota, como le consta al gobierno nacional que sabe los padecimientos que he sufrido en la expedi-
ción del Paraguay, donde fui prisionero. Si así no fuese y existen datos ciertos de mi infidelidad (con-
nivencia con los realistas) estoy pronto para que cualquiera me quite la vida de un bastonazo”.
Digamos que los autores e instigadores del movimiento fueron arrestados. Entre ellos Laprida, que
según un comunicado del comisionado García fechado el 20 de diciembre, fue
“uno de los individuos
comprometidos en el movimiento del 30 de setiembre pasado quien, burlando el 14 de diciembre el celo
de los centinelas ha fugado de San Juan creyéndose va en viaje a Buenos Aires”.
El 14 de enero de 1814 se cerró la causa instruida, con una condena contra los autores y demás
implicados como
“perturbadores del orden y la tranquilidad pública”.
Saturnino Sarassa fue repuesto en el mes de enero por el gobierno superior. Pero ya nada quería
saber con esta provincia. A los pocos días renunció y dió por terminada su carrera política. Dicen que ni
siquiera cobró el sueldo de 800 pesos anuales que se le había fijado. Tampoco aceptó ser nombrado
teniente gobernador en La Rioja.
Pero no hay mal que por bien no venga.
Durante su exilio en Mendoza, el viudo militar y desafortunado primer teniente gobernador de San
Juan, entró a noviar con una joven de aquella provincia,
María Pelipa Moyano. Y ese mismo año 1813,
se casó en segundas nupcias.
De esta forma se produjo la primera revolución en San Juan.
La historia se encargaría de demostrar en su transcurrir que esta sería una constante y que entre
conspiraciones, derrocamientos, asesinatos políticos y estupideces, la provincia gastaría muchas de sus
mejores energías.
Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Carlos Bataller
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