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Alejandra Araya
A él le gustaba ir a las fiestas, de hecho no se perdía ninguna: de los
muchachos del fútbol, los del Sindicato, sus vecinos del barrio. Pero que
vinieran a su casa, era otro tema.
-Dentro de poco, tenemos un cumple por la zona de Rawson. Dijo
en voz alta el gordo Botella.
-Che, que yo no estoy para festejos. Decía Julio que había desarro-
llado su estrategia para cuidar su economía.
-No te preocupés, Julito, que nosotros ponemos las ensaladas.
-¡Sí, hay que desvirgar ese parrillero!
Cada comentario de la mesa de amigos era un dolor testicular.
-¿Cuánto se calcula? ¿Medio kilo de carne por persona y medio litro
de vino? ¡Una fortuna! ¿Y los niños? ¡Que no comen nada, es una men-
tira!
-Don Julio, yo le hago la torta, usted cómpreme los ingredientes. Le
dijo su empleada doméstica.
-¿Qué necesitás?
-Azúcar, harina leudante, manteca, chocolate, crema de leche. Hay
un negocio donde los puede conseguir más baratos. Deme el dinero y
yo me encargo.
-Gracias. Tengo que comparar presupuestos. En la panadería de la
esquina me dieron un precio por el kilo de torta. Veré qué me conviene.
Uno de sus vecinos le preguntó:
-Y, Julio, ¿cómo van los preparativos?
-¡Menos mal que se cumple una sola vez al año! Las fiestas son un
gasto. ¿Los regalos? ¡Pavadas! Viene una familia entera y te regalan un
cinto, un par de de medias, una botella de vino. No hay relación entre
el gasto y los regalos.
Cuando los familiares que vivían a mil y pico de kilómetros se ente-
raron de la fiesta de cumpleaños, decidieron venir. Tener gente alojada
en su casa no le causaba ninguna gracia. Él respetaba la intimidad de
los demás y no le gustaba que anduvieran investigando sus cosas.
El cumpleaños fue en el camping del Sindicato. Al final, los amigos
organizaron la juntada y Julio tuvo su fiesta gratis. Hubo asado, vino y
torta. Todos disfrutaron plenamente el festejo, menos Julio. Por seguri-
dad, andaba ahorrando besos y abrazos. Así que no pudo dárselos a
nadie cuando lo venían a saludar.