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Miradas
no le cabía. En realidad, hacía unos meses que usaba sólo una muda de
ropa porque la demás le había quedado chica. Su talla era XXXL.
Un día que llegó antes a su casa y no había nadie fue a la rotisería de
la esquina y se compró una milanesa. Cuando estaba a punto de hincarle
el diente al sánguche sintiendo en sus papilas gustativas ese placer or-
gásmico olvidado, sintió el picaporte de la puerta. Llegaba su hijo. Co-
rrió y escondió su secreto en el placard. Cuando a la noche se fue a
dormir, el olor delató su jugada. Su esposa empezó a investigar cada
rincón. En el placard encontró el sánguche de milanesa, en su maletín
unos caramelos, en la mesita de luz dos bolsas de maníes.
-¡Por eso no adelgazás!
Sintió vergüenza. Pero, por qué. Si era feliz con su panza que muchas
alegrías le había dado. Puso voluntad para crearla: cenas de fin de año,
carreras en el Autódromo con pollo al disco y chinchulines, la picada
antes de los partidos, truco y fernet. Un momentito, más respeto por su
panza que era el símbolo de una vida de juntadas con amigos, reuniones
familiares y mateadas de trabajo. ¿Por qué tenía que cambiar de hábitos
alimenticios?
-Porque si seguís comiendo así, te morís.
-Me voy a morir igual, le contestó a su médico.
-Sí, pero tenés 53 pirulos y no llegás a fin de año. Tu presión arterial
está por las nubes, tenés altísimo el azúcar y el ácido úrico amenaza tus
huesos.
El día del padre lo festejaron en su casa con asado de vaca y cerdo.
Él: sopa de verduras y pollo hervido. Cuando fue a orinar al baño, se la
vio. Sintió una alegría nueva en su pecho y miró a la alcahueta con ca-
riño. Salió del baño cual maratonista que llega a la meta y con una son-
risa alegre, dijo en la mesa:
-No hace falta que me cambien el equipo de gimnasia que me rega-
laron. Ya soy XXL.