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Una cena
en familia
JONES
A
mable Jones recién regresó a la
provincia el 7 de julio, dos días
antes de asumir.
Todos los sectores del radicalismo esperaban
reunirse con el futuro mandatario.
Había llegado la hora de hablar de la
participación que cada uno tendría.
Lo tradicional en la política sanjuanina era
que quien llegaba al gobierno ponía a
todos sus hombres.
Si bien el primer nivel político era reducido
—sólo existían dos ministerios— había
infinidad de cargos menores que constituían
la esperada recompensa de quienes decidían
incursionar en política.
Desde los cargos policiales a los directores
del banco, pasando por designaciones en
escuelas y reparticiones públicas, eran
decenas los cargos disponibles.
Quién perdía las elecciones, en cambio, tenía
en claro que la taba se había dado vuelta y
que debía dejar su puesto.
Era lógico que todos quisieran hablar
de esos puestos.
Más aún cuando faltaban dos días para
asumir el gobierno y los nuevos protagonistas
del poder se inauguraban en estas lides.
Los que se tenían que ir eran los amigos de
los conservadores.
Durante décadas habían cambiado de puestos
pero no de nombres.
Los que habían ganado las elecciones, en
cambio, era la primera vez que se
encontraban en esta situación.
Y el sustento de muchos de los dirigentes que
habían llegado —especialmente los intransi-
gentes que respondían a Cantoni— estaba
constituido por panaderos, mecánicos,
peluqueros, pequeños viñateros, contratistas.
Pero Jones no tenía intención de reunirse
con los dirigentes.
Esa noche prefirió cenar en casa de su primo,
Pedro Segundo Elizondo, radical de la prime-
ra hora, junto a otros parientes y amigos,
como sus primos Agüero —Manuel y
Victoriano—, que vivían en Pocito y sus
condiscípulos, Abraham Tapia y el médico
Diógenes Vicente Ponte Rigovalles.
—No me pidas por favor que te acompañe
en el gobierno. Yo con la política, ya sabes,
no quiero saber nada—,
le había dicho el
doctor Ponte.
No hubo ofrecimiento. Ponte sería su cable a
tierra, la posibilidad de hablar con alguien
alejado de ese mundo tan especulativo que ya
comenzaba a abrumarlo.
Si hubo ofrecimiento para Elizondo:
—Pedro, quiero que me acompañes como
integrante del Consejo de Educación—,
dijo Jones.
A Manuel Agüero le pidió que fuera comisio-
nado en Pocito, cargo que éste aceptó.
—Creo que las cosas van a andar bien,
Amable.
El que hablaba era el ingeniero Abraham
Tapia, amigo personal desde la juventud del
gobernador quien había sido designado
ministro de Hacienda y Obras públicas.
A cargo de la cartera de Gobierno e
Instrucción Pública quedaría don Juan
Barrera Cordón, un radical originario del
Partido Popular que quince años antes había
ocupado una banca en la Cámara de
Diputados de la Nación.
—Tenemos mayoría en la Legislatura y la
gente de la Concentración Cívica no va a
hacer una oposición muy fuerte, al menos
en los primeros tiempos—,
opinó Tapia.
—El mayor problema lo vamos a tener con
los nuestros pues los muchachos tienen ham-
bre de cargos—, dijo Elizondo.
—¿Y qué quieren? –
preguntó Jones.
—Todo... La Policía, el Banco de la
Provincia...
—Se equivocan. Yo estoy acá porque así lo
ha resuelto el presidente de la República
no porque ellos lo hayan querido.
—De acuerdo, Amable. Pero cada sector
quiere tener una parte del poder.
—No, mi amigo. El gobernador soy yo.
F
ue lo único que se habló esa noche
de política.
Jones estaba más preocupado por
conseguir una casa donde vivir, por cerrar su
departamento en la calle Suipacha, en Buenos
Aires, por suscribirse al diario La Prensa, del
que era ferviente lector y coleccionista desde
hacía muchos años y por hacer venir a su
empleada doméstica y al hijo de ésta, que lo
acompañaban desde mucho tiempo atrás.
“Yo estoy acá—por que así lo
ha resuelto el presidente, no
porque ellos lo hayan querido”
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