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San Juan. De tez morena, cabello renegrido y
lacio, parco en palabras.
Pero la historia no termina allí.
Porque con el nacimiento de la patria, San
Juan pasa a ser “Campo de ejército”.
La historia oficial nos ha contado páginas de
heroismo, de amor desinteresado, con damas
patricias que cantan alegres mientras bordan
uniformes.
Pero la realidad fue distinta.
San Juan aportó miles de jóvenes y hombres a
la campaña libertadora, que jamás volvieron.
Aportó ganado, caballos y mulas, dinero.
Y no fueron donaciones espontáneas, salvo
casos muy particulares.
C
uando el general San Martín no con-
taba con medios para mantener un
regimiento, lo dejaba “estacionado”
en la ciudad.
Y un regimiento de mil o 2 mil hombres esta-
cionado -el cuartel de San Clemente, ubicado
en lo que hoy es la manzana comprendida por
las calles Córdoba, Tucumán, Santa Fé y
General Acha fue un sitio elegido-, significa-
ba una turba hambrienta, armada y enojada
que salía a robar y a depredar.
Pasó la época libertadora y llegó la guerra
entre unitarios y federales en la que San Juan
tuvo protagonismo a través de muchos de sus
hombres.
Y eso la hizo centro de luchas y venganzas.
Fuimos invadidos por riojanos, por mendoci-
nos y hasta por puntanos.
Y una invasión
significaba saqueos, violaciones de mujeres,
muertes.
No había mucha diferencia entre montoneras
y ejércitos regulares.
Es cierto que San Juan dio hijos preclaros a la
Nación.
Pero en el siglo XIX, como gran parte del
territorio argentino, la ciudad estaba poblada
por gente en su mayoría analfabeta, desinfor-
mada y alejada de toda idea revolucionaria.
Cuatro quintas partes de la población vivía en
zonas rurales, alejada de todo contacto con la
civilización.
Era lógico que reaccionara ante lo que venía
de afuera.
Y la historia lo demuestra.
Cuando Salvador María Del Carril, goberna-
dor a los 24 años e imbuido por todo el pen-
samiento francés de la época, redacta esa bri-
llante declaración de derechos que fue la
Carta de Mayo, es derrocado por una revolu-
ción y obligado a huir, mientras quemaban la
carta en una hoguera en la Plaza Mayor.
José Ignacio de la Roza, un patriota que apor-
tó toda su fortuna personal a la campaña
libertadora, también fue derrocado cuando se
le fue la mano con los “aportes voluntarios”.
Terminó encarcelado para irse finalmente de
la provincia, adonde nunca volvió.
El hombre que le dio la autonomía a San
Juan, Mariano de Mendizábal, un porteño
aventurero que llegó a la provincia castigado
por su actuación militar, terminó fugándose
con el tesoro de las arcas públicas.
¿Qué le iban a hablar al sanjuanino de
patriotismo, ideas revolucionarias, progre-
so si sabía que la fiesta siempre la termina-
ba pagando y aportando los muertos?
Todo esto lo fue haciendo ducho en el arte de
rechazar lo extraño.
Al primer teniente gobernador, Saturnino
Sarassa, un buen hombre, viudo en la recta
final de la vida, tras recibirlo con campanas al
vuelo y vivas, le organizaron una verdadera
guerra de versiones.
—En los próximos días vienen las tropas
reales y retomarán el poder—,
dijeron la
primera semana.
—Vienen las tropas reales y el teniente
gobernador no hace nada—,
insistieron a la
siguiente.
—Si el gobernador no hace nada es porque
está con los realistas, hay que matarlo—,
concluyeron a la tercera semana.
El pobre Saturnino huyó a galope tendido
para salvar el pescuezo y nunca más volvió.
—Cómo iba a hacer algo si no existía la
invasión realista...—,
intentaba explicar a
sus amigos mendocinos, donde
finalmente se radicó.
P
eor le fue al correntino José
Virasoro, enviado por la confedera-
ción para gobernar la provincia tras
el asesinato de Benavides. Vecinos exaltados
tomaron por asalto su casa una madrugada y
lo asesinaron ante los ojos aterrorizados de su
esposa e hijos. Y eran vecinos comunes, que
al día siguiente evitaban mirarse a los ojos
asombrados de haber llegado a tanto.
Aunque los tiempos habían cambiado y la
sociedad evolucionaba, la memoria colectiva
guardaba todos estos recuerdos.
Intervención significaba para los sanjuaninos
la llegada de la
“langosta federal”.
Por eso se resistió a la intervención de
Manuel Escobar, el hombre enviado por
Hipólito Yrigoyen para radicalizar San Juan.
Y por eso la desconfianza a ideas y cambios
impuestos desde afuera.
La quema
de la Carta
de Mayo
El asesinato
de Virasoro
Ilistraciones de Miguel Camporro
¿Qué le iban a hablar al
sanjuanino de patriotismo,
ideas revolucionarias,
progreso si sabía que la
fiesta siempre la terminaba
pagando y aportando los
muertos?