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Alejandra Araya
-Bueno… las chicas se ponen eso ahora y se la pegan a los pibes.
-No, Ale, no, también estaba maquillado. ¡Los ojos, la cara, la boca!
-Y… es carnaval.
-¡Emanuel es gay, es trava, puto, eso!
Tragué saliva y me senté porque en todo momento estuve de pie tra-
tando de contener a mi primo. Ahora la que estaba desequilibrada era
yo.
-Venía con un bolso y entró por el portón, ni se imaginaba que lo es-
taba esperando desde las seis de la mañana. Yo sabía que algo raro pa-
saba pero no me imaginaba qué. Pensé en las drogas. ¿Pero ésto?
¡Nunca!
-Me imagino cuando te vio.
-No te lo imaginás ¡Ni se inmutó ni se puso nervioso! Dejó el bolso
en el piso y me lo dijo: “Papá, ya es hora de que lo sepás. Me hubiese
gustado decírtelo de otra manera, pero no hay maneras. Las estudié a
todas, te juro: mandarte un mail, un mensaje de texto, invitarte a tomar
un café. Soy homosexual, hace un año que lo sé y que lo siento de toda
la vida. Vengo de Rapsodia, de la Fiesta Gay del Sol en la que actué.
Estoy feliz por dos cosas: me aplaudieron de pie, me ovacionaron, viejo.
Y por fin lo sabés” En ese momento, le pegué una trompada que lo hizo
trastabillar. Le salió sangre de la nariz. No me miró con odio, sino con
tristeza. Agarró el bolso y se metió a su dormitorio.
Humberto se había quedado viudo hacía unos años. Crió a sus cinco
hijos como pudo. Y aunque todos lo ayudamos, la remó solo.
-¿Qué hice mal? ¿En qué me equivoqué? ¿Por qué dios me castiga
así?
Me preguntaba a mí, se preguntaba a sí mismo apretando los dientes.
Los auto-reproches amenazaban con destruirlo.
Quería que su hijo fuera abogado como él y su padre y heredarle el
estudio que tenía prestigio en San Juan. Pero Emanuel era un artista con-
temporáneo. Iba a seguir cine en Córdoba y a tomar clases de teatro.
Esta vieja discusión le había costado a mi primo una subida de presión
y como consecuencia pastillas para controlarla.
Humberto se casó con su única novia a la que conoció en esos grupos
de la Iglesia. Todos veían en ellos el matrimonio perfecto y la familia
ideal. De pronto, un simple control mamográfico de Eugenia desató la
locura y el horror. Mientras mi primo se desahogaba, seguía golpeando
la mesa. Se le había venido encima toda la bronca que no expresó
cuando murió su esposa.