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Miradas
-Estoy deseando que se vaya a Córdoba. Si viviera Eugenia…
-Si viviera Eugenia, primo, sería diferente. De eso no me cabe la
menor duda.
-Pienso en chanchadas, en ¿cómo lo hace, con quién? ¡Me voy a vol-
ver loco, loco!
Han pasado varias semanas. Estoy en la Terminal despidiendo a
Emanuel que se va a Córdoba. Me pidió que lo acompañara. Luego de
lo ocurrido, su casa se había vuelto un polvorín. Ya había mandado los
muebles: cama, escritorio, heladera por un transporte de mudanzas.
Compartiría el dpto con un chico de Bell Ville, pariente de unos vecinos.
Sus cuatro hermanos, dos chicas y dos muchachos, lo habían llenado de
regalos. Emanuel era el del medio. El salame del sánguche, decía él, y
se reía con una frescura honesta.
La más chica, Florencia, que tenía 9 años le había comprado en una
mercería una docena de plumas de colores para que se hiciera un lindo
arreglo para el pelo. Me lo contaba mientras abría su mochila y me las
mostraba.
-Ale, cuidá a mi viejo, sos una hermana para él. No sabe cómo que-
rerme. Tengo que comprenderlo, no es fácil tener un hijo puto.
El colectivo ya se iba, los choferes pedían a viva voz a los pasajeros
que se prepararan para iniciar el viaje. Emanuel me abrazó y estaba a
punto de subir cuando abriéndose paso entre la gente, apareció Hum-
berto estirando sus manos de padre hasta alcanzarlo. No hubo palabras.
Sólo un abrazo de luz que los unió.
Caminamos hasta el estacionamiento mientras el colectivo se alejaba.
Tampoco cruzamos palabra con Humberto. Seguramente, alguno de
estos días tomaremos unos mates.