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JONES
—¡Cuando comprenderán
que la patria no se
construye sólo con la
bandera!—, solía decír
Benito Willams.
P
ero el inglés siguió empecinado en
hacer minería en estas tierras tan
inhóspitas y comenzó a explotar los
yacimientos de oro y plata de Castaño Viejo,
en Calingasta, que dieron lugar a un verda-
dero pueblo en las estribaciones de la cordi-
llera sanjuanina.
Y acá estaba don Benito, sentado a la mesa
de Meglioli, hablando de sus nuevos
emprendimientos: dos fincas ubicadas en
Pocito y Concepción, donde producía uvas y
criaba hacienda de excelente mestización
con destino a la exportación.
—¿Sabe, Juan? El Salado se está transfor-
mando en una zona importante. Pero no
por la minería...
—He visto los Avisos de publicidad del
“Agua del Salado” en La Nación y en Caras
y Caretas...
—Anda muy bien el negocio, según me
han dicho.
—Entre nosotros... dígame la verdad don
Benito... ¿tiene propiedades curativas esa
agua?
—La gente dice que sí, Meglioli.
Beretta impostó la voz para repetir lo que
decía el reclame publicitario:
—”El tratamiento, que sólo consiste en
beber media o una copa diaria del Agua
del Salado, es un poco largo pero las cura-
ciones, progresivas y absolutamente segu-
ras....”
Todos reían mientras Beretta continuaba:
—”Nuestra reputación comercial nos pone
a cubierto de la sospecha que podamos
lucrar con la natural angustia de los
D
on Juan Meglioli ocupaba la cabe-
cera de la mesa aquel sábado al
mediodía, como siempre lo hacía.
La mesa era larga y ese día tenía varios invi-
tados.
Uno de ellos era un italiano como él,
Valentín Beretta,
socio de Bartolomé Del
Bono en la empresa Del Bono Ltda, quién
poseía algunos emprendimientos importan-
tes, como la bodega “Doña Etelvina”, en las
Casuarinas, que llevaba el nombre de su
esposa. Y otra bodega que era la más céntri-
ca que había en la ciudad. Como que ocupa-
ba la manzana comprendida por las calles
Córdoba, Aberastaín, General Paz y Caseros,
a seis cuadras de la plaza principal.
Meglioli estimaba mucho a Beretta.
Juntos habían participado en la
“Conquista
del desierto”,
adquiriendo grandes extensio-
nes de tierra en el departamento 25 de Mayo
que, desde la llegada del ferrocarril había
visto doblegar el monte y crecer impetuosa-
mente.
Allí tenía una finca Meglioli y más de una
vez viajaba junto a Beretta en el tren.
Otro de los invitados de aquel sábado era
J.
Benito Willams.
¡Cosa rara! Un inglés en aquel San Juan...
Benito había llegado al país en 1.885, radi-
cándose años después en San Juan, donde se
dedicó especialmente a las tareas mineras.
Comenzó con la explotación de las minas de
cobre de Mondaca y Anticristo, en Iglesia,
emprendimiento que tuvo que abandonar por
la falta de caminos que le permitieran no
solo transportar el mineral sino trasladar los
equipos para la explotación.
Don Benito no abandonó sus sueños mineros
y compró los yacimientos de plata de El
Salado, formando una sociedad integrada por
capitales ingleses.
¡Qué tiempos aquellos!
Los ingleses invirtieron en El Salado tres
millones de pesos -una suma realmente fabu-
losa- lo que les posibilitó instalar una planta
procesadora que molía 150 toneladas por día,
una usina que transmitía la energía desde un
salto de agua ubicado a 37 kilómetros del
lugar y otra accesoria, instalada a ocho miló-
metros del yacimiento.
Pero —siempre ha sido así— hubo un gober-
nante argentino que en nombre del naciona-
lismo sancionó un impuesto a la exportación
de plata en barras. Los ingleses echaron mar-
cha atrás y aprovechando que había fallecido
el presidente de la sociedad, abandonaron la
inversión en la Argentina.
—¡Cuándo comprenderán que la patria no
se construye sólo con la bandera—
, solía
decir Willams.
Una charla de política
entre empresarios