Juan Carlos Bataller
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Rumores similares circularon en Mendoza. Pero no tomaron la dimen-
sión de San Juan, donde se salió a la caza de los conjurados.
Nada se pudo probar pero el Cabildo no podía quedarse de brazos cru-
zados ante tamañas versiones. Y como siempre hay un culpable,
se de-
cidió expulsar a 40 españoles solteros, sin radicación definitiva, que
por aquellos días transitaban por nuestra aldea.
La mecha estaba encendida.
Y alguien tenía que pagar los platos rotos.
¡Quien otro que el bueno de Sarassa!
El 30 de septiembre, el Cabildo,
alegando “la indiferencia criminal con
que Sarassa parece mirar el peligro realista, sin tomar providencias
para conjurarlo”,
destacó una representación del vecindario con un con-
siderable número de firmas, exigiendo su renuncia.
Sarassa no entendía lo que pasaba.
-¿De dónde han sacado estos locos que hay una conspiración?-,
se pre-
guntaba.
No tuvo mucho tiempo para darse respuestas. Los más exaltados ya pe-
dían su cabeza.
-¡Hay que fusilarlo!
El pobre viudo descubrió que había perdido el poder y sólo atinó a huir,
refugiándose en Mendoza, en medio de un coro de voces que, amena-
zantes, reclamaban su muerte.
Igual que había ocurrido meses antes cuando llegó,
las campanas de la
ciudad alzaron a vuelo, esta vez festejando la caída del gobierno.
El exilio en Mendoza
Desde su exilio en Mendoza, Sarassa logró la designación de un juez
comisionado para deslindar responsabilidades.
De este modo la provincia tuvo su primer interventor nacional.
La elección recayó en el doctor José María García quien instruyó un su-
mario.
En ese sumario consta la declaración de Sarassa en la que afirma que
“en vano trató de disuadir a sus adversarios el errado concepto que
tenían sobre su persona”.
Afirmó que
”era el más verdadero patriota, como le consta al gobierno
nacional que sabe los padecimientos que he sufrido en la expedición