Juan Carlos Bataller
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Días de miedo
Pero volvamos al gobernante en prisión.
De la Roza no fue fusilado al día siguiente.
Pero la amenaza seguía en pie. En cualquier momento se lo pasaría por
las armas.
Esos días fueron un suplicio para el teniente gobernador.
Desde su celda, intentaba escuchar lo que hablaban voces lejanas. Estaba
alerta ante los cambios de guardia. Cercanos a él, observaba los instru-
mentos de suplicio. Un sacerdote se le acercaba cada tanto y le decía:
—Prepárese, doctor, en cualquier momento será fusilado.
Dicen que De la Roza se sentía tan mal, tan torturado sicológicamente,
que pidió a sus amigos, especialmente a Francisco Narciso Laprida, que
le hicieran llegar opio para calmar su ansiedad.
El día 14 pidió redactar su testamento ante la proximidad del cumpli-
miento de la sentencia:
“Estando condenado a morir por los jefes que hicieron la revolución el
día 9 del presente mes sin causa alguna y sólo por los efectos de las pa-
siones irritadas de la revolución —escribe—, sepan todos los que el pre-
sente vieren, que esta es mi última y única voluntad”. De la Roza
encomienda a su mujer, doña Tránsito de Oro y a su hijo de un mes, Ro-
sauro, a sus amigos Francisco Narciso Laprida y Rudecindo Rojo y re-
comienda a la esposa que “inspire a mi hijo los sentimientos más
ardientes para su patria y que jamás le inspire venganza contra otros
enemigos que los de mi país”.
La pena del destierro
Si bien el movimiento tenía su origen en pasiones de los soldados, era
evidente que el pueblo ya estaba cansado del teniente gobernador.
Casi dos meses estuvo preso De la Roza. Pero no fue fusilado.
En los primeros días de marzo, Mendizábal le conmutó la condena por
la pena del destierro y lo mandó a La Rioja.
Pero De la Roza hizo un viaje mucho más largo. Siguió hasta Perú, como
lo hicieron a su tiempo los otros gobernadores de las provincias cuyanas,
Luzuriaga y Dupuy. Allí se sumó al Ejercito Libertador.
San Martín, el Protector, le recibió con los brazos abiertos. Fue nom-