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formando eriales en terrenos cultivables, generando una economía de
subsistencia donde la mayor parte de los alimentos la producían en las
fincas, donde los hijos desde pequeños trabajaban junto a los padres y
donde la solidaridad entre vecinos era la única asistencia a la que podían
recurrir ante cualquier emergencia.
Veinte años más tarde el paisaje había cambiado.
El hombre había doblegado a la naturaleza, encauzado el agua, conquis-
tado la geografía, generado su medio de vida.
No había sido fácil. Pero ahí estaban los resultados.
Y es por ese tiempo -1930- cuando mi padre cuenta que a los 8 años fue
por primera vez a la escuela.
Y es acá donde tenemos la segunda lección.
Si la primera había sido la cultura del trabajo, la segunda apostaba al
futuro
: la educación de los hijos.
Así fue como aquellos valencianos carentes de instrucción se reunieron
con vecinos y decidieron traer una maestra, costeándola de sus propios
bolsillos, la que se instaló en un pueblo cercano.
Concurrir a clases significaba recorrer cada día diez kilómetros a caballo.
Y cuando regresaba en los cortos atardeceres del invierno, aquel niño
de 8 años se sobresaltaba ante cada sombra y apuraba el paso del caballo
antes que la noche transformara el temor en pánico.
La escuela -cuenta mi padre- era un simple rancho que acentuaba fríos
y calores y donde las moscas compartían las clases.
Una letrina ubicada a treinta metros oficiaba de baño y nadie imaginaba
un movimiento de protesta porque faltara lavandina, las sillas fueran
insuficientes o se careciera de tizas.
Pero... ¿saben?
Aquello era una escuela.
Allí se impartía educación.
Y algo más importante aun: allí existía una comunidad educativa.
¿Saben por qué era una comunidad educativa?
En primer lugar, porque los padres estaban integrados a la escuela.
Algo que hoy, en la mayoría de los casos, no existe.
Esos padres, muchos de ellos semi analfabetos, estaban presentes en
todos los actos. Y aunque venían de distintas partes del mundo, era emo-
cionante verlos cantar el himno nacional y, con orgullo, saludar a la ban-
dera celeste y blanca junto a sus hijos.
Juan Carlos Bataller