Juan Carlos Bataller
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y reservado, pero apto para el hábil manejo y la diplomacia del silencio.
Mansilla que fue en Paraná su secretario privado dice que prefería la penumbra
a la exhibición teatral, y nos confiesa que no redactó como Vicepresidente nada,
ni después como Ministro de la Corte Suprema borroneó una sola cuartilla ni
fundó un voto en disidencia por escrito.
Ceremonioso e inaccesible Salvador María del Carril sentía correr por sus venas
la sangre de bronce de las estatuas. Se sentaba en las poltronas del Congreso
con apostura de prócer de plaza pública. No descendía jamás al nivel de los
demás mortales. Era el unitario típico de la descripción dejada por Sarmiento
en Facundo, que no daba vuelta la cabeza ni aunque se desplomara un edificio.
Caminaba dice Quesada con aire pretencioso, como agobiado por la profundidad
del pensamiento. Y cuando hablaba en privado lo hacía en sentencias enfáticas
y breves acompañadas de terminante ademán. Pero no habló nunca en los de-
bates de la Constitución, y entre tan inexorables oradores como los del 52 debió
parecer una lechuza muda y atenta, siguiendo el parloteo de una bandada de
cotorras.
¿Qué clase de enigma fue del Carril? ¿Un hombre de genio pero sin coraje para
actuar? ¿Un escéptico que no creía en nada ni en nadie? ¿Una eminencia
gris moviéndose en las sombras sin comprometerse en público? ¿O su talento
fue como aquel enorme de Alves Pacheco, el personaje de Queiroz, que nunca
encontró ocasión de revelarse pero que todo Portugal admiraba en la prestancia
arrogante y el prudente silencio?.
Tenía 65 años en 1852, pero venía de muy lejos: de los viejos tiempos de Riva-
davia. Treinta años de historia Argentina ¡y qué treinta años! se escondían en
los pliegues de su frente ancha y abovedada.
Había vivido todo: la Reforma, la Carta de Mayo, la Presidencia, el 1 de diciem-
bre, la Comisión Argentina, la Nueva Troya, la proscripción. Si no protagonista
principal, había sido en todo caso la figura más importante de segundo plano
en la tragicomedia unitaria”.
Moriría en 1888 casi nonagenario. Sarmiento, su coterráneo y enemigo habló
en el entierro y allí, sin que nadie se asombrara, reconoció en una de sus genia-
lidades haberse equivocado cuando la segregación de Buenos Aires: A Del Carril
debemos ser hoy argentinos, dijo.
Su muerte fue un duelo nacional: los diarios enlutaron sus páginas, y la bandera
quedó muchos días a media asta.