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GOBERNADORES DEL SIGLO XIX EN SAN JUAN
Los próceres en carne viva
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Lo cierto es que aquella joven bella y de una inteligencia fuera de lo
común, se enamoró perdidamente de aquel hombre de apariencia
tosca, rudo, imperativo, arbitrario, genial, que sin embargo tenía un
mirar de tan serena y triste dulzura, que se metió en su alma sin po-
derlo evitar.
Treinta años duraría ese amor correspondido. Treinta años en los que
Sarmiento redondeará en su persona un personaje único en la historia
y ocultará su gran amor.
Los primeros sinsabores
Pero la vida en San Juan no era un lecho de rosas para Sarmiento.
Algunas de sus medidas habían sido muy mal recibidas por la gente.
Por ejemplo, aquella que fijaba un ceremonial para los actos públicos,
exigiendo que las ceremonias fueran previamente programadas y que
al gobernador se lo recibiera
con honores civiles y militares.
Los sanjuaninos estaban acostumbrado a temer a los gobernantes, a ren-
dirles pleitesía, a conspirar contra ellos.
Sarmiento le transmitía otro mensaje:
un gobernador es la represen-
tación del Estado. Los honores no se rinden a la persona sino al
cargo.
Pero las murmuraciones crecían en aquella aldea:
“una guardia úni-
camente para acompañar a su excelencia” “El sueldo de diez solda-
dos sólo para escoltar al señor gobernador”,
se escuchaba decir.
Pero no sólo el protocolo causaba resquemores.
Sarmiento era una tromba que quería transformar a San Juan. Conver-
tirla en
la capital del viejo Cuyo.
Tenía todo el empuje para lograrlo. Pero era gobernador de una provin-
cia muy pobre. Y cuando quiso subir los impuestos, aparecieron las
voces discordantes.
-Ya estamos empachados de progreso...
A los cuatro meses de asumir, ya le escribía a Mitre:
“hoy me en-
cuentro sin un centavo en las cajas provinciales, con urgencias que
me he creado deseando hacer del gobierno un elemento de pro-
greso.”
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