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altaban aun algunas horas para que Amable
Jones asumiera como gobernador.
La plaza comenzaba a llenarse de gente, la
mayoría hombres de traje y sombrero.
En aquel invierno de 1920, los medios de transporte
abundaban.
Los caballos, los break y las victorias compartían las
calles con el poco más de centenar de automóviles.
Pero habían otras opciones, como el ferrocarril,
medio preferido por quienes vivían en Pocito,
Cañada Honda, Santa Lucía, Desamparados,
Marquesado, Chimbas, Caucete.
El ferrocarril ya se había cobrado una víctima y media.
La primera fueron las tropas de carretas que hasta el
siglo pasado hacían el transporte de cargas y correos
y que posibilitaron enriquecer a sus propietarios. Un
ejemplo de ello fue La Oriental, propiedad de don
Eladio Gigena, compuesta por 85 carros, que viajaba
a Rosario de Santa Fe, conducida por su capataz
Eriberto Varas. Sólo sobrevivió un año a la llegada
del ferrocarril, en 1885.
La media víctima fue el
“tranway”
tirado por caba-
llos, propiedad de Igarzabal y Basualdo, que cubría
el trayecto entre la ciudad y Punta de Rieles: con
servicio diferencial. Uno podía viajar
“con peche”
y
“sin peche”.
Los primeros, que pagaban menos,
tenían que bajarse y ayudar a empujar el tranvía
cuando la trepada era muy fuerte.
La puesta en funcionamiento de los ferrocarriles
industriales a principios de siglo, especialmente el
que hacía escalas en las estaciones Desamparados,
Wilkinson y Marquesado, les había creado una situa-
ción muy dificil por lo que construyeron una vía
para cubrir el trayecto con la Plaza de Concepción.
Pero poco duraría la experiencia...
¡Qué distinto era San Juan en aquellos años!.
Me costaba reconocer la ciudad que habitaríamos al
comenzar un nuevo milenio.
Un vendedor me ofreció el diario.
—¿Quiere El Porvenir, señor?.
—Sí, dame uno. ¿Qué otro diario tenés?
—Nuevo Diario y Debates.
—Dame los tres.
La noticia del día era la asunción de Amable Jones y
Aquiles Castro como gobernador y vice de San
Juan.
El florecimiento económico de la región cuyana,
desde la llegada del ferrocarril parecía imparable e
integraba a San Juan definitivamente con una
Nación que estaba entre las diez más ricas del
mundo. No era extraño, entonces, que la edificación
colonial, sin mayor sentido estético, caracterizada
por sus inmensos muros de material crudo, sus
techos de caña sostenidas por maderas livianas como
el álamo y sus pequeñas ventanas, fueran cediendo
paso a los nuevos conceptos arquitectónicos.
No eran pocos los que optaban por modificar el
frente de la vivienda solamente, conservando las
estructuras posteriores en adobe, lo mismo que las
hermosas galerías y sus patios morunos.
A partir del centenario, una serie de obras daban
otra característica a la ciudad.
El edificio de Tribunales, ubicado sobre la calle
General Acha, al lado de la Casa de Gobierno —que
fuera inaugurada en 1884 con la presencia de
Domingo Faustino Sarmiento—; el Banco de la
Nación con su moderno edificio de Mitre y General
Acha, el Palacio Episcopal, ubicado sobre calle
Mendoza, al lado de la Catedral, la suntuosa Casa
España (ubicada en calle Mendoza, donde hoy está
la Avenida Ignacio de la Roza) y el Club Social —
dos de los edificios más hermosos que haya tenido
jamás San Juan—, constituían motivos de orgullo, lo
mismo que el Parque de Mayo, que comenzaba a ver
crecer sus árboles.
Un periodista que por aquellos días visitó San Juan,
escribía:
“Poco a poco van desapareciendo los cantos rodados
de las calles y los goterones de las casucas que vol-
caban sobre las miserables aceras las aguas llovedi-
zas. Y van desapareciendo los paredones rurales, y
los baldíos y los frontipicios chatos y las rejas
salientes y los letreros indoctos, y ese ruralismo de
extramuros, vestigiados aun con los últimos álamos
de la Carolina, muriendo de vejez, al borde de los
bulevares de circunvalación.
Para suplantar este arcaísmo han venido los tacos de
madera a afirmarse sobre las calles abovedadas, la
piedra de cantería y el mosaico a civilizar las vere-
das, la arquitectura de atributos básicos a tonalizar
los nuevos edificios y revocar los antiguos, disimu-
lando con la argamasa y con molduras sencillas el
burdo aspecto del adobe sacramental”
“El San Juan de hoy —decía el cronista— no es
todavía una ciudad absolutamente moderna; es un
germen de ciudad moderna. Faltan las grandes obras
públicas, sobre todo las referidas a salubridad. Pero
esto no obsta para que su transformación se vaya
verificando en una forma vertiginosa, al extremo de
haber perdido casi por completo el encanto de la tra-
dición. Ni las casas nativas de los grandes próceres
conservan su aspecto patricial. Los viñedos lujurio-
sos en los predios cercanos, han borrado las carrete-
ras vecinales de tan íntimos recuerdos en los tiem-
pos de la montonera. Y el hacha talar, abriendo can-
cha a los nuevos edificios, ha arrancado los árboles
consagrados a cuyo tronco prendieron, héroes y ban-
didos, el distro de sus bridones, desde Juan Facundo
Quiroga a Lorenzo Barcala, desde Nazario
Benavidez a aquel húsar legendario que se llamó
Mariano de Acha”.
En esos días, precisamente, se estaba por licitar el
adoquinado de madera y la pavimentación granítica
de treinta cuadras.
El “pavimento de madera —se anunciaba— se prac-
ticará con adoquines de algarrobo, madera regional
que responde a las exigencias del clima. Son treinta
cuadras las favorecidas con este afirmado, corres-
pondiendo a las calles Mitre hasta avenida San
Martín; las que circundan la plaza Aberastain y las
de Tucumán y General Acha, en todo su trayecto
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Una ciudad
que cambiaba
JONES
Se estaba por licitar el
adoquinado de la ciudad y un
camión regador constituía toda
una novedad en la
pequeña ciudad.
Los break y los victorias compartían las calles
con los automóviles y el tranvía tirado a caballo