PROSTITUTAS, RUFIANES Y USUREROS
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JUAN CARLOS BATALLER - EDGARDO MENDOZA
LOS AÑOS 10
an Juan no podía ser distinto.
En toda ciudad que recibe inmigración
masiva surgen actividades no siempre
acordes con la ley o, al menos, reñidas con
las “buenas costumbres”.
Veamos alguna de esas actividades:
La prostitución
El censo de 1909 reconoce la existencia de 27
prostitutas en la ciudad. En realidad eran muchas
más. En aquellos años las colectividades extranje-
ras estaban compuestas por mayoría de hombres,
generalmente jóvenes, que venían a probar fortuna
antes de traer a sus familias o constituir una acá.
La prostitución fue legal y reglamentada en la
Argentina hasta 1937 cuando fueron prohibidos los
prostíbulos.
En general detrás de la prostitución siempre
estuvieron los “cafishios”, rufianes o protectores
–cuando no la “madama”, como el caso de la famo-
sa Rebecca a fines de los ’40- que garantizaban
que el “trabajo” fuera pagado como correspondía.
Con el correr de los años, la prostitución ejerci-
da en forma individual fue dando paso a las casas
de tolerancia. Generalmente estas casas rotaban a
las mujeres por distintas ciudades mediante canjes
o compra venta.
En los primeros años del siglo traían mujeres de
Mendoza o Chile. Luego, muchas llegaron desde
Buenos Aires y eran de origen europeo, en su
mayoría polacas.
Hubo varias casas famosas en nuestra ciudad.
Una de las más importantes cuando terminaba la
tercera década, fue sin duda El Gato Blanco, ubica-
do en la avenida 9 de Julio y Alvear (lo que hoy es
el lateral este de Avenida Rioja).
Más modesto en sus pretensiones era El
Noventa, ubicado en la avenida España entre
Córdoba y General Paz.
El “caballo blanco” llamaban al coche de plaza
que dos veces por semana llevaba a las mujeres
para ser revisadas en la Asistencia Pública, como lo
determinaba la ordenanza policial. Esa “victoria”
tenía parada en la plaza 25 de Mayo y quien sabe
porqué su conductor era el preferido de los rufia-
nes. Uno de ellos, de origen libanés, fue muerto a
tiros cuando circulaba por la calle Salta en ese
coche.
Los cabaret
Varias fueron las casas que ofrecían números
artísticos de varieté. Estas casas, con señoritas que
bailaban y muchas veces alternaban con los clien-
tes, estaban ubicadas en distintos puntos de la ciu-
dad. El Dorado, el casino local, dicen que poco tení-
an que envidiarle a los espectáculos que presenta-
ba el Moulin Rouge en París.
Durante décadas fue común que a medianoche
las puertas se cerraran y las funciones siguieran “en
privado” para autoridades policiales y de gobierno.
La usura
La proliferación de usureros también fue notoria
en la época.
Fundamentalmente los inmigrantes no tenían
acceso a otro crédito ya que no poseían bienes.
Importantes comerciantes y hasta algún bodegue-
ro hicieron fortuna con esta actividad que ofrecía
un gran lucro: como que hasta se llegó a pagar el
1 por ciento de interés diario con capitalización
cada 30 días.
El usurero más importante de aquellos años
llegó a adquirir buena parte de los principales terre-
nos del centro sanjuanino.
En los años 30, uno de estos capitalistas –un
solterón de origen árabe- fue asesinado, en un
caso que fue noticia durante muchas semanas y
que nunca fue esclarecido.
El juego
El juego también fue muy común en confite-rías
y hasta clubes, lo mismo que en conocidos “gari-
tos” de la época.
En general contaban con la complicidad policial
por lo que debían responder al gobernante de
turno ya que las designaciones de comisarios eran
políticas.
En el año que gobernó Jones, había un jefe de
Policía que vino desde Buenos Aires -Honorio
Guiñazú- que inmediatamente asumió, combatió
frontalmente el juego. Incluso llegó a utilizar la poli-
cía montada, entrando con los caballos a los loca-
les. Esto sucedió en las primeras semanas de ges-
tión y la actitud fue ponderada por la prensa.
Luego, el jefe arregló con los capitalistas y –se ase-
gura- nunca hubo tantas casas de juego en San
Juan.
En aquellos años, cuentan los memoriosos,
cuando un rufián no realizaba los consabidos apor-
tes, se lo detenía, se le cortaba el pelo y los tacos
de los zapatos y se lo despachaba en el tren a
Buenos Aires con la advertencia de que nunca
debía regresar.
S
E
n una casa que después fue de remates,
La Casa Amarilla, (General Acha entre
Santa Fe y Mitre), Federico Frediani y José
Estornell abrieron la sala El Dorado en 1911,
con confitería y números de varieté, de danza-
rinas con poca ropa, muy amables con sus
admiradores en los entre actos en el camarín.
De una dudosa fama se hizo muy pronto El
Dorado y cuando a un respetable profesor del
Colegio Nacional divisole algún muchachón
de quinto año, que por sus pantalones largos
y bigotito pudo entrar, fue la comidilla del ele-
mento estudiantil, objeto de la censura del
mundo femenino y lapidado por el resto de
sus días con el anatema de “libertino”.
Las fiestas de la sociedad selecta, no obs-
tante ampliamente acogedora para el talento y
la posición labrada con limpio nombre y con-
ducta, como para todo forastero “presentado”
o simplemente de finos modales, fueron las
mismas del pueblo a cuyas esperanzas e
inquietudes estaba íntimamente ligada.
Las recepciones para las efemérides
patrias, con invitados de honor (autoridades
civiles, militares y eclesiásticas) e Himno
Nacional terminado con salva de aplausos,
oportunidad en la que se retiraba Su
Ilustrísima (el obispo), acompañado ceremo-
niosamente hasta la puerta por las autorida-
des del Club Social.
Los bailes de fantasía y de máscaras para
carnaval, en el Club Social, la Casa España o
el Club Sirio Libanés, de entrañable devoción
en tierras cuyanas; los agasajos a visitantes
ilustres; las fiestas de difuntos, con ramaditas,
puestos, vino y guitarra, desde la Calle de la
Paz y Chile hasta el cementerio, costumbre
venida de Chile “que empezaba en la semana
que caía el 2 de noviembre y el brillo de la
celebración se apreciaba por el número de
muertos y heridos”.
Horacio Videla
“Retablo Sanjuanino”
RECUERDOS