Juan Carlos Bataller
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Concluido esto le ordenaban al cónsul que nos dejase y a pesar de ha-
berse resistido, no consiguió que lo respetasen.
Tuvo que salir y otro tanto hicieron con las señoras dejándonos por toda
compañía los cadáveres que nos rodeaban.
En tal estado teníamos que ahogar nuestro dolor y ocuparnos de reunir
todas las fuerzas posibles para la custodia fiel de aquellos restos queri-
dos. Al fin con algún trabajo, consiguió el señor cónsul volver y también
las señoras, que después de los primeros momentos fue creciendo el nú-
mero de las que me prodigaron cuidados y me ofrecían sus casas y todo
cuanto pudiera necesitar.
Aunque entre éstas se hallaban algunas vecinas que por varios días ha-
bían ocultado los asesinos —no te las nombro porque ya las he perdo-
nado— pero te diré que entre ellas hay viudas, otras que con sus
maridos y sus hijos son más desgraciados aún pues está visto que no
saben comprender un sentimiento noble.
Después de vencer las dificultades que te he dicho para volver, el señor
cónsul se ocupó de las diligencias necesarias para dar sepultura a los
mártires.
Eran las 6 de la tarde y aún no habían cajones para todos. Y tuve que
resolverme, aunque con muchísimo pesar, a ver que Cano, Quiroz y
Acosta, sus compañeros más leales y generosos, fueran llevados a un
carro y echados en la zanja común.
Para que José, Hayes, Pedro y demás fueran llevados con dignidad tuve
que concurrir al convento de Santo Domingo y asentar los nombres de
los muertos en la cofradía. De este modo quedaban los cófrades en la
obligación de acompañar los cadáveres.
A las seis y media de la tarde fue sacado el de José que fue puesto en
el féretro y llevado a pulso por algunos cófrades y acompañados por
un religioso del mismo convento hasta la mitad del patio pude ser
su custodia y aunque casi fuera de mí, pude mezclar mis oraciones
y plegarias a las del religioso que los encomendaba. Ya entonces con-
vencida que me separaba para siempre de lo más querido que tenía
en la vida, quedé sin sentido y a merced de las personas que me ro-
deaban.