GOBERNADORES DEL SIGLO XIX EN SAN JUAN
Los próceres en carne viva
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que lo sacaron de abajo de su cadáver no tuvo más que la contusión pro-
ducida por el golpe.
Yo, que estaba algo indispuesta, guardaba cama y dormía en aquel mo-
mento. El estrépito de un diluvio de balas dentro de casa me hizo salir
despavorida de la cama sin poder hacer nada más que echarme una
bata, descalza y medio desnuda me lancé entre aquella turba de foraji-
dos buscando a mi marido y mis hijos. Desgraciadamente ninguno de
los tiros que sobre mi descargaron fue certero y cuando se dirigían a mí
con bayoneta cargada, sentí un brazo superior al mio, que arrastrando
hacia un rincón, me presentaba a uno de mis hijos bañado en sangre de
su padre; este era el pobrecito Alejandro y el brazo era el del hombre
cruel que salvándome de la muerte (mi única dicha en aquel momento)
me hacía ver con toda sangre fría un deber que yo había olvidado en
aquel instante y era el de conservarme para el único hijo que me que-
daba pues esta era la creencia de él.
Tal anuncio trajo a mi auxilio un ímpetu que me arrancara de los que
me oprimían, y desesperada corrí dirigiéndome donde un grupo de
bandidos que manchaban sus manos con la sangre de un cadáver y lle-
nándolo de injurias. Por sus palabras conocí que ese cadáver era el del
mejor de todos los hombres, el de mi marido José. Penetrando entre ellos
me eché sobre él diciendo que lo habían asesinado pero que no conse-
guirían ajarlo a no ser sobre mi cadáver.
Felizmente mi desesperación aterró a los bárbaros y se retiraron deján-
dome un cuadro que sólo a la mano de Dios ha podido presentársele.
En igual caso se hallaba la desgraciada Máxima, que en vano procu-
raba tener aliento para arrastrar los despojos de su marido, que hecho
pedazos se hallaba en el segundo patio de la casa. En estos momentos,
llegaron las caritativas señoras Gertudiz P. de C., doña Elena V. de C.,
doña Gertrudis J. de M., casi al mismo tiempo llegó el señor cónsul
chileno a quien recurrí en aquellos momentos. Entonces viendo una
mano amiga que me ayudase me puse en la amarga tarea de sacar el
cadáver de José del lago de sangre en que se encontraba, lavando yo
misma su cuerpo y cara , que en aquellos momentos era desconocida,
después de haberlo levantado del suelo y puesto en el lugar que debía
estar.