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Un juez al que le cambió
la vida en pocas horas
JONES
—Ni siquiera me da el
tratamiento de usía el
desgraciado...—,
pensó
Castro sospechando que
se le venía la noche.
E
l juez del Crimen, Teófilo S. Castro,
nunca imaginó que su vida podría
cambiar en tan poco tiempo.
Es que los hechos se sucedieron vertiginosa-
mente.
Ahora, oculto en “algún lugar”, sólo le queda-
ba reordar.
Todo comenzó cuando el Poder Ejecutivo
nombró en comisión a Enrique Rojo y
Alejandro Zaldarriaga como ministros de la
Corte.
—Para mí no podía nombrarlo sin que lo
aprobara el Senado pues las Cámaras no
estaban en receso sino en sesiones extraor-
dinarias—
, le comentó a algunos colegas.
Pero hubo otro detalle que le preocupaba.
—La ley expresamente determina que
deben jurar ante el presidente de la Corte y
lo han hecho ante el gobernador.
Hasta ese momento todo eran opiniones perso-
nales, vertidas en una mesa de café.
Pero ocurrió que Rojo y Zaldarriaga al ir a
tomar posesión de sus cargos fueron descono-
cidos en su carácter de jueces por el doctor
Flores Perramón, que se consideraba presiden-
te de la Corte por ser su único miembro.
¿Qué pasó?
Flores Perramón fue desalojado de su
despacho por personal policial que cumplía
órdenes del jefe de Policía José Miguel
Mujica.
Ese mismo día comenzaron los problemas
para Castro.
—Flores Perramón me pasó los anteceden-
tes del caso, denunciando a Rojo y
Zaldarriaga de haber cometido los delitos
de desacato y usurpación de autoridad. Y
yo tuve que fallar, decretando la prisión
preventiva de los nombrados.
P
ero no alcanza con escribir la ley.
Hay que hacerla cumplir.
Y cuando libré el oficio al jefe de
Policía para que detuviera a Rojo y
Saldarriaga, el capitán Mujica se negó a cum-
plir mi orden, contestándome que
“no está en
mis facultades detenerlos porque gozan de
inmunidades”.
—¿Cómo me va a decir eso? ¿Acaso no
detuvo a Flores Perramón, que es ministro
con acuerdo del Senado?
Decidí conminar al jefe.
—Tiene 24 horas para proceder a la deten-
ción de Rojo y Zaldarriaga, bajo apercibi-
miento de ser procesado por desacato.
El mismo día 22 de diciembre recibí la res-
puesta del jefe de Policía:
“Cumplo con el deber de urbanidad de acusar
recibo de su oficio fecha de hoy y manifestar-
le que no daré curso a ningún mandato que
emane de ese juzgado, por cuanto usted está
suspendido en el ejericio de sus funciones, y
no me incumbe entrar a juzgar los actos del
Poder Ejecutivo ni los de la excelentísima
Corte de Justicia. Como empleado superior
de la administración, sólo me compete cum-
plir las órdenes de los superiores, máxime
cuando le he hecho saber a usted una resolu-
ción de la cual estoy notificado por el órgano
correspondiente. J.M. Mujica”
¿Cuál era la resolución a la que hacía
mención Mujica?
Lo explicaba en una nota:
“Los señores ministros de la Excelentísima
Corte de Justicia, doctores Enrique Rojo y
Alejandro Zaldarriaga, me comunican en la
fecha que han resuelto suspender a usted en
el ejercicio de sus funciones por el término
de treinta días, debiendo hacer entrega del
juzgado por intermedio de la policía al señor
juez de Crimen de primera nominación, doc-
tor Mario Videla. Lo que comunico al señor
juez a sus efectos. Dios guarde a Ud.
J.M.Mujica”.
—Ni siquiera me da el tratamiento de usía
el desgraciado...—,
pensó Castro sospechan-
do que se le venía la noche.
¿Cómo me iban a suspender en el ejercicio de
mis funciones si es de competencia exclusiva
de la Cámara de Senadores iniciarle causa a
los magistrados y para hacerlo necesita contar
con los dos tercios de los votos? La Corte
sólo puede imponer multas pecuniarias a los
jueces.
Pero estaba suspendido.
A
nte ello pasé los antecedentes del caso
al otro juez del Crimen, doctor Mario
Videla, quien se inhibió y los pasó al
juez Civil Eladio Segovia. Pero este también
había sido suspendido en el ejercicio de sus
funciones y se había nombrado un juez espe-
cial, el doctor Javier Garramuño.
Llegaba la feria judicial.
Y comenzaría otra
historia.