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JONES
A
quel sábado en la tarde Amable
Jones llegó manejando su auto hasta
la casa de un amigo. Hasta el dueño
de casa se asombró al verlo pues había llega-
do solo y si avisar.
—Lo veo muy cansado, doctor.
—Mi buen amigo Pereyra, vivimos tiempos
difíciles y los problemas no faltan.
—Disculpe que me meta, doctor, pero ya que
toca el tema... Hay versiones muy feas en
estos días...
—¿A qué se refiere?
—Dicen que Cantoni ha dado la orden para
que lo maten a usted, doctor...
—No va a ser la primera vez que lo inten-
ta.
—Pero el clima está muy feo. Fíjese lo que
dijo Cantoni hace unos días...
—Querido amigo: lo que tenga que pasar,
pasará. No hay forma de escaparle al desti-
no.
—Pero usted tendría que tomar sus precau-
ciones. No puede andar sin custodia...
—Lo he pensado mucho, Pereyra y no
tiene sentido exponer a otra gente para
que cuide mi vida...
—Me han dicho que en los últimos actos ya
no lo acompaña el piquete de soldados ni los
agentes uniformados o de civil como era
común, doctor...
—Yo ordené que no lo hicieran.
—Ni siquiera ha venido hoy con su chofer.
Jones no dio lugar para que Pereyra siguiera
con sus argumentos.
—Lo dejo, Pereyra, voy a volver a casa.
—Al menos permítame que el chico le con-
duzca el auto...
—Está bien, dese el gusto. Vamos,
Robertito...
S
ubieron al auto y al poco andar Jones
dio la orden.
—Mirá, Robertito... Vamos para el
lado del río..
—Está bien, doctor.
—La tarde está calurosa y allá debe estar
un poco más fresco.
Llegaron a río y Jones bajó sin decir palabra.
Caminó un rato por el lugar mientras las
sombras se iban adueñando del lugar.
Roberto Pereyra esperaba en el auto.
Poco después se acercó el gobernador. Lo vio
más pequeño que nunca, muy delgado y
sobre todo, muy triste. Subió al auto y sólo
dijo:
—Llévame a casa, por favor.
A
l llegar a su casa, Amable Jones se
sentó a escribir.
Hay muchas versiones sobre lo que
escribió aquella noche.
Algunos sostienen que en esa carta están
muchas explicaciones sobre lo que estaba
pasando en la provincia, sobre la forma que
habían actuado algunos personajes y hasta
sobre la actuación poco clara del ministro del
Interior.
Jones terminó la carta que tenía varias carillas
y dobló los papeles en tres partes quedando
una hoja en blanco hacia afuera.
Sólo una persona debía leer lo que allí decía y
el encomendado de llevarla era don Alfaro
Irigoyen, que viajaba al día siguiente a
Buenos Aires.
Jones ya se lo había anticipado a don Alfaro:
—Mañana va a recibir usted una carta
para entregar al presidente en mano. No
hable de esto con nadie. Sólo tres personas
sabremos de la existencia del destinatario
de esta carta: yo, usted y el presidente.
Un paseo por el río y
una misteriosa carta
Ilustración:
Miguel Camporro