Juan Carlos Bataller
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La silueta del desconocido toma forma. Tiene cabellos y barba blanca.
El desconocido arroja a Gil sobre la acequia regadora que atraviesa la
calle Mendoza. Inmediatamente comienza a dispararle. Un tiro, dos. El
cuerpo del gobernador comienza a cubrirse se sangre.
El desconocido toma a Gil de los cabellos y le dispara un tiro de gracia
en la nuca. El mandatario queda inerte.
—Vamos, vamos. Ya están muertos —,
se escucha una voz.
Dos minutos más tarde, la casa es un hervidero de gente.
—¡Han matado al gobernador y al coronel Gómez! —
dice alguien.
Belisario Albarracín ha llegado corriendo al lugar del crimen.
Doncel y Mallea están heridos pero con vida.
Los gritos de Justina se alzan sobre el resto.
—¡Ayúdenme, por favor, parece que Anacleto aun vive!
A pesar de las heridas recibidas, Mallea se acerca.
—¡Rápido, llamen a un médico!
—Que alguien vea qué ha pasado con el coronel
— grita Doncel.
—Está muerto doctor. Tiene nueve balazos de Smith en la espalda.
La noche cubre San Juan, la siempre violenta, la de las pasiones enve-
nenadas.
Mientras esto sucedía en la calle Mendoza, a pocas cuadras de allí,
medio centenar de sujetos emponchados, atacaban el cuartel de San Cle-
mente, que ocupaba toda la manzana delimitada por las calles Tucu-
mán, Santa Fe, General Acha y Córdoba.
A las 10 de la noche, el silencio volvió a cubrir la ciudad.
Los revoltosos habían fracasado en el intento de tomar el cuartel y
huían.
Un soldado se acercó a Olivares.
—Hay varios muertos y heridos, mi capitán.
—¿Hay detenidos?
—Hemos apresado a varios heridos. Quédese tranquilo que ya van a
hablar...
Olivares sabía que hablarían. Y mucho.
—¿Sabe quién estaba entre los atacantes, mi capitán?
—Dígame.
—José Carrizo.