la_cena_de_los_jueves2 - page 177

171
JONES
El señor Videla no estaba abatido y respondió
amablemente a nuestros saludos. Acaso en
ese momento se sentía “dichoso” al poder
mover libremente sus miembros en el ancho
espacio que le rodeaba, pues, apenas termina-
da la operación dactiloscópica tendría que
regresar a su calabozo, estrecho y mísero,
donde acaso, no cupiera por su puerta un
hombre de talla poco más que regular.
En el fondo de esta misma galería en que
dejamos a Noé Videla están los hermanos
Ricardo y José María Peña Zapata, individua-
lizados como autores materiales del asesinato
del doctor Jones. Ambos estaban sentados en
el suelo, pobremente vestidos y separados
entre sí por pocos metros. La incomunicación
de ellos está a cargo de guardias de cárceles o
conscriptos que los vigilan día y noche muy
de cerca.
Próximos a éstos vimos en una amplia pieza
de piso de tierra a Tiburcio Parra, uno de los
convictos y confesos, hombre de buena pun-
tería, famoso matador de guanacos, en la
región de Los Berros y ahijado del goberna-
dor muerto.
El padrinazgo del doctor Jones debió ser de
confirmación, porque Parra tiene 51 años.
Este hombre es más bien simpático y de cara
apacible.
E
n esta misma parte de la cárcel y en
dos de los reducidos calabozos que
el fuerte sol sanjuanino calcina
durante toda la tarde porque miran al occiden-
te y en las cuales es imposible permanecer sin
sofocarse, están el doctor Federico Cantoni y
el señor Juan Arturo, senador el primero y
diputado el segundo; este último, también
editor de “La Verdad”.
Además, el doctor Cantoni, a quien vimos
con su cabellera enmarañada y con su barba
un tanto crecida, nos dice en alta voz, desde
su asiento, que nadie trata de interrumpir:
—Ahora nos dan sillas, sabiendo que usteden
vendrían a visitar la cárcel; durante todo el
primer día, nos negaron agua y alimentos..
Pero, enseguida, el director de la cárcel nos
manifestó que el doctor Cantoni no dijo la
verdad. ¿Quién falsea los hechos?
Mientras tanto el diputado Arturo está senta-
do en un colchón, comiendo, y con una vian-
da a su lado, lo que significa que, por lo
menos ahora, se les permite entrar comida de
fuera de la cárcel.
Benito Urcullu, otro de los convictos y confe-
sos del crímen, se halla próximo a los anterio-
res y, como ellos, con centinela de vista, que
hace efectiva la incomunicación. Pero que no
está en el calabozo y váyase notando que los
autores materiales, están más cómodamente
instalados que los presuntos instigadores o
autores morales, como aquí se les clasifica,
por más que sea tan difícil, según aseguran
los letrados, probar el delito de instigación.
Urcullu está sereno.
Ya en esa sección de la cárcel he preguntado
por Miranda, aquel de quien se dice que le
fue cortada una oreja, sin que se haya demos-
trado lo contrario y, hábilmente, se me ha
desviado la conversación.
No importa, pasemos a la otra sección y vea-
mos todo lo que se nos permita.
Aparece una galería que es una muestra fiel
del resto del edificio y que está casi a la
intemperie.
—Si llueve
—observo al director, señor
Silva—
aquí no hay resguardo posible.
—Así es
—me responde—
pero aquí nunca
llueve.
Opto por callarme y recuerdo para mí y para
mi diario que hace cuatro días llovió torren-
cialmente y se desencadenó un viento huraca-
nado que azotaba con arena en lugar de tierra.
En esta galería y, en general, cada uno con su
cama, están el ingeniero Angel Cantoni, padre
de los médicos del mismo apellido, con su
larga barba blanca y un guardapolvo también
blanco, paseándose; Manuel Pacheco, esposo
de una hermana de Miranda; Puigdengolas,
Ilustración: Miguel Camporro
1...,167,168,169,170,171,172,173,174,175,176 178,179,180,181,182,183,184,185,186,187,...250
Powered by FlippingBook