((Recitado))
Salgo a volar, San Juan, tu abril maduro,
donde el reposo de la vendimia
se ha propuesto un sueño póstumo
para enterrar las penúltimas rosas.
Salir, correr, silbar el viento,
extraviar el pulso en informal
desafío de los pájaros,
caer cara al cielo, piel al cielo
y morir una y mil veces este otoño en San Juan.
San Juan en otoño y en cualquier esquina
no vuela el poema de todo este gris,
enfrentar las calles, abiertos de cielo
y apretar la vida cobijada aquí;
un aroma dulce de cosas maduras,
una golondrina conduciendo abril,
un ocre misterio, color de ternura,
que siempre olvidamos, nos torna feliz.
San Juan en otoño… San Juan sin las rosas
y siempre tonadas ganando el amor .
Me agitan recuerdos, se encienden las sombras
y el verso que ahoga su vino tristón.
San Juan en otoño y tú tan lejana…
se me hace leyenda el gris de tu voz;
parece mentira caminar tan solo,
con el mismo traje de cielo y sin vos...
San Juan
en otoño
(Canción)
E
ste relato tiene origen en la cultura huarpe de Mendoza y San
Juan y forma parte de la memoria colectiva de este pueblo,
que aún hoy habita el desierto de Lavalle.
“Al norte de Uspallata, allí donde la cordillera baja al valle, vive un vie-
jecito que sabe contar historias antiguas, tan antiguas que sólo él re-
cuerda. Esta es una de las tantas leyendas que me contó don Atalívar,
que así se llamaba el más antiguo poblador del valle.
“En tiempos muy lejanos, antes de la llegada de los españoles, habi-
taba en el valle de Uspallata una tribu de indios huarpes muy dis-
puesta para la labranza de sus chacras, como aficionada a la caza y la
recolección de frutos del campo. En sus pequeñas parcelas sembra-
ban maíz, papa, zapallo, porotos y un grano pequeño y muy nutritivo
llamado quínoa.
“Era un gusto ver en primavera cómo verdeaban las sementeras rega-
das por acequias, que derivadas del cercano arroyo repartían el agua
prolijamente entre los surcos, llevándola a la raíz misma de cada plan-
tita. Y en el verano, cuando Tata Inti, dador de toda vida, caldeaba la
tierra, las chacritas de los huarpes celebraban con verdor resplande-
ciente el milagro del fruto maduro. Y Hunuc Huar bendecía año tras
año el trabajo fecundo de los hombres y mujeres del valle. También en
verano recogían la frutas silvestres que abundaban y eran como un re-
galo de la Pachamama: el piquillín, la algarroba, los albaricos y las fru-
tas del chañar se aprovechaban muy bien, sobre todo la algarroba,
con la que hacían patay y también aloja para celebrar en sus fiestas.
“Pero no sólo plantas había puesto en el valle la Pachamama, sino
también abundantes animales, principalmente guanacos y choiques,
aunque no faltaban los quirquinchos, liebres, vizcachas, perdices y
toda clase de aves, que los indios cazaban para su alimentación.
“Arcos y flechas y también boleadoras esgrimían los hombres en sus
partidas de caza. Cuenta Don Atalívar la curiosa manera de cazar
guanacos que ellos practicaban: un grupo de hombres perseguía a
una presa durante días hasta rendirla por cansancio y así cazarla. Muy
famosos fueron los huarpes por su resistencia y tenacidad para correr
grandes distancias sin cansarse.
“Uno de estos cazadores, el joven Gilanco, sobresalía entre todos por
su destreza y valentía y gustaba jactarse de lo poderoso que era con
sus flechas frente a una tropilla de guanacos. Y efectivamente, en sus
frecuentes correrías por los valles y cerros de su comarca, se divertía
matando guanacos en demasía, no para alimentarse, sino para probar
su habilidad de cazador. No se salvaban de sus mortíferas flechas ni
las hembras preñadas, ni las crías.
“Un atardecer, luego de una jornada de matanza innecesaria y mien-
tras descansaba frente a una gran roca, se le apareció la mismísima
Pachamama, que envuelta en un viento le habló así: -Gilanco, gran
cazador, los animales que he puesto sobre la tierra sirven a la vida de
los hombres, pero si sigues matando llegará el día en que desapare-
cerán para siempre y no habrá carne para tu alimento, ni pieles para
cubrirte, y faltarán también otros animales y plantas cuya existencia
depende de los guanacos. La vida es una larga cadena en la que los
animales, las plantas y el hombre son eslabones que no deben rom-
>>
Letra y Música:
Raúl A. de la Torre
La leyenda
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Clima
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