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na noche de noviembre del
año 37, nos encontramos
(yo un pibe, él un mozo)
con Eusebio Dojorti en la confitería
La Chiquita y conversamos de muchas
cosas, como se acostumbraba antes,
cuando vivíamos cerca del coraje y
lejos del trotyl.
Esa noche, La Chiquita, Mitre y
Mendoza, estaba de lo más sociable.
Se había dado cita la crema de los fi-
rulos, y se veía que debatían impor-
tantes asuntos para la marcha de sus
negocios. Era algo así como un ple-
nario del hampa.
Ahora se estilan mucho los plenarios,
aunque los motivos son más baladíes:
la unificación política, el acomodo del
caudillito, los intereses de las preben-
das y acomodos, las candidaturas
para las próximas elecciones, los
paros y multiparos,
en fin, cosas en
las que se juegan mezquindades y las
tratativas (palabra de moda) se con-
vierten en hipocresías, pero, eso sí
¡todo en nombre del pueblo y la pa-
tria! Pero ¡por qué no la acaban,
che!.
Con Dojorti estábamos en una mesa en un
rincón, y hablábamos del Martin Fierro que Euse-
bio (todavía faltaban años para ser Buenaventura
Luna) había sacado (el libro) de un bolsillo interior
del saco.
Me leía algún verso, lo comentaba, tomaba un tra-
guito de café y vuelta al libro. Mientras, en los inter-
valos de la lectura, ojeaba la concurrencia, paraba
la oreja y disimuladamente, asimilaba las conversa-
ciones y los gestos de los parroquianos.
E
n eso estuvimos como dos horas cuando,
de golpe, Dojorti me preguntó:
¿Qué te
parece la concurrencia, los conoces? ¡Y
cómo no —le dije— los conozco a todos!.
¡Era gente de armas llevar y tiros tirar!.
En una mesa y cafetiando estaban, el galle-
go Navas, Camilo Balmaceda, el chileno
Flores, el gallego González, el japonés Eli-
zondo, el Cabo Negro, Pintillo, El Talero, La
Chancha
(iQué equipo, Dios mío, si
Miguelito Gómez lleva a Sertoazinho esos
muchachos, minga de campeonato para la
escuadra “azzurra”!).
Había un cierto
orgullo por el malandrinaje y el culto de la
hombría.
Una vez uno de esos “cafiolos”
me sinceró: “mira pibe, no te confíes de-
masiado en esta chamuchina, son puro bla,
bla, te lo digo yo que me chupé tres canas
largas y no por basuraje sino por tres homi-
cidios, te lo digo”.
La “chamuchina”
—por lo que colegí— era
la gente del abasto de carne y diversión, a
veces, solían matarse por esas pavadas:
mariconada que no figuraba en la agenda
de mi confidente, el de los homicidios.
¡Cosas de aquellos tiempos, en que uno era
dueño de su muerte y andaba con la vida a
cuestas, como si le sobrara!.
Seguíamos en
la mesa, pedimos otro café que acom-
pañamos con anisado número uno (ese
fuerte, que destilaba Zogbe), Dojorti se había quedado
callado, como sumido en cavilaciones; el mechón que
le caía sobre la frente parecía más rebelde y más
negro;
las bocanadas de humo del constante cigarri-
llo, se hacían lentas y profundas; la mirada medio
aindiada, se sumergía en lo profundo del ser y hur-
gaba en vaya a saber qué vericuetos del alma y qué
abismos del pasado.
Así estuvo un rato. Cuando recuperó la realidad me
dijo:
“Mirá pibe ¿ves toda esta gente de abajo? ¡Si la
sabés ver y escuchar te va a enseñar más que
cualquier libro! Tené siempre el oído atento a la voz
del pueblo, que esa callada sabiduría sea tu guía, y
verás que los libros sobran; este Martin Fierro que
estuvimos analizando no es más que conocimiento en
La Gran
Aldea
s
s
Rufino fue sin duda
uno de los más
grandes escritores y
poetas que San Juan
dio en el siglo XX.
Sus mejores trabajos
en prosa fueron publi-
cados en El Nuevo Di-
ario y varios de ellos
conformaron un libro
llamado precisamente
La Gran Aldea, memo-
rias del corazón.
Rufino Martínez
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