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Confieso que yo fui al velorio de Chelo para verlo en su última
expresión, para leer el rictus de sus labios, para confirmar si la
visión me transmitiría paz o zozobra.
Como en todo velorio pronto se formaron corrillos de tres o
cuatro personas que hablaban de temas variados.
De pronto Lucía, la hermana del difunto, dijo:
–Su muerte ha sido un castigo divino. No pudo sobrevivir con
la culpa de su pecado.
La frase me retrotrajo seis años atrás.
Fue un día que
Ricardo
, un viejo amigo, me dio la noticia:
–¿Sabés que Chelo se fue de su casa?
–No sabía. ¿Qué pasó?
–Se enamoró.
Era cierto. Chelo se había enamorado de una mujer veinte años
menor.
Una semana antes de que me llegara la noticia había reunido a
su mujer y sus dos hijas y les había comunicado lo que le estaba
pasando.
Rosa, la esposa con la que llevaba 30 años de casado, lo miró
con asco y le dijo:
–Hijo de puta. Mandate a cambiar.
Amigos comunes me agregaron detalles a la historia. Chelo se
había enamorado en serio. Ella era profesora en la universidad,
estaba separada y tenía tres hijos de 6, 7 y 9 años.
Dicen que los amores tardíos son los peores.
Llegan cuando cada uno tiene su camino, sus obligaciones.
Son obras de un dios loco y delirante que hace sentir verdade‑
ras a nuevas caricias, a conversaciones rejuvenecidas, a miradas
siempre pecaminosas.
No le importa si los destinatarios duermen con alguien desde
Juan Carlos Bataller