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¿Saben qué fue lo más triste?
Creímos que eso era la vida.
Nuestros hijos crecían, nuestros padres se volvían viejos y con
los hermanos nos reuníamos en Navidad.
Confundíamos a los amigos con los conocidos, a la risa con la
alegría, al beso de mamá con la costumbre y a la charla con
papá –cada vez más lejana‑ con la rutina.
Nos fuimos transformando en extraños con los afectos más cer‑
canos y hasta habíamos eliminado de nuestro lenguaje palabras
simples como “te quiero” o “te necesito”.
A todo esto, nuestra piel se fue arrugando casi sin caricias mien‑
tras el brillo de la mirada se apagaba.
Un día cualquiera en lugar de revisar el resumen de cuentas
del banco, indagamos en nuestro balance personal.
Y vemos que los besos de mamá ya no están. Que las charlas
con el viejo no se repetirán. Y que hay hermanos que ya faltan a
la mesa.
Es entonces cuando el sol desaparece.
Juan Carlos Bataller