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taurante de la calle Corrientes veo una rubia bastante buena,
sola ella, que con la mirada me prometía una buena noche.
–¿Y?
–Terminé de cenar y me le acerqué. La chamuyé con que era
un provinciano perdido en la gran ciudad y la invité a tomar
una copa. La mujer se rió con mis chistes y aceptó de buen
grado.
–¿Dónde fueron?
– Le pasé un brazo por el hombro y caminamos un poco por
Corrientes, doblamos en Callao en dirección a Santa Fe pero
Buenos Aires ya no es el mismo. Los bares de cierto nivel esta‑
ban cerrados. Así que le dije al oido “¿querés que vayamos a un
lugar piola?”.
–¿Aceptó?
–Por supuesto. Paré un taxi y le dije “vamos al Osiris, en Cocha‑
bamba 12, de Puerto Madero”
–¿Y qué es el Osiris?
–Un telo con baño romano, jardines exteriores, DVD y un buen
servicio de habitación…
–¿Por qué decís que te comiste un garrón?
–Hasta ahí iba todo bien. La mina era alta, delgada, pechos res‑
petables, pelo largo y rubio, ojos celestes, pañuelito rojo al cue‑
llo… En la semi oscuridad del taxi y del hotel estaba diez
puntos. Los problemas empezaron cuando nos trajeron la bote‑
lla de champaña…
–¿Por?
–La tipa ya se había sacado el pañuelito rojo, el saquito blanco
que usaba sobre la camisa de seda y de pronto enciendo una luz
para servir las copas y me fijo bien…
–¿Qué pasó?
–Era una veterana en serio. Tenía más años que Matusalén. Las
arrugas del cuello no te mienten… Lo mismo pasa con las
manos. Me fijo bien y esa cara había pasado por el bisturí. Se‑
guro que se había hecho la nariz, los párpados, varios estira‑
Juan Carlos Bataller