HISTORIAS CONTADAS CON DOS DEDOS - JUAN CARLOS BATALLER

Juan Carlos Bataller 130 Yo había leído mucho sobre Rivero. Sabía que su primer nombre era Leonel –así lo llamaba su esposa— y que le costó mucho ganarse un lugar en el tango. —Un tanguero debe tener la pinta de gardel—, se decía. Y Rivero era feo. Muy feo. Su nariz y sus manos eran inmensas. Y su voz de bajo fue en sus comienzos criticadas por los “puristas” que decían que el cantor de tangos debe ser tenor, a lo sumo barítono. El primer encuentro fue en el hotel, donde compartimos un café. Luego saldríamos a recorrer Roma, donde tomamos fotos para la nota. Y ter- minamos cenando en mi casa en una de esas noches interminables donde mis hijos –pequeños aun— lo trataban como a un tío y las horas pasaban casi sin darnos cuenta. ● ● ● En aquellos días Rivero había cumplido 70 años y por eso se regaló unas vacaciones europeas. Rivero era un hombre de gran cultura. Era hijo de un ferroviario y sus comienzos fueron como guitarrista. Se había formado estudiando canto y guitarra en el Conservatorio Nacional del Barrio de Belgrano. Y como guitarrista fueron sus comienzos, acompañando a Nelly Omar y su her- mana, cantantes de tango. También acompañó a Agustín Magaldi, Francisco Amor, el dúo Ocampo—Flores. Pero, además, se ganaba unos pesos tocando en los cines que exhibían películas mudas. Entre los spaghetti al salmón y el “agnelo con patate” que preparó Sil- via, mi mujer, Rivero contó que su primer nombre, Lionel, lo había he- redado de su abuelo inglés. —Sí, aunque te parezca raro, yo tuve un abuelo inglés llamado Lionel Walton, qué murió lanceado por los indios pampas. ● ● ● Y un día apareció el cantor. —Con mi hermana Lidia eva cantábamos algunas cosas pero luego formé otro dúo con mi hermano aníbal, con quienes hacíamos milon- gas y música sureña.

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