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nidad de seres que se sienten identificados con lo que leen.
Quiero aclarar que no se trata de un libro en particular. Estoy
seguro que ninguno de ellos va a cambiar al mundo.
Los libros no son elíxires mágicos que espantan las penas,
agrandan los bolsillos o hacen crecer el cabello.
Tampoco evitan que los políticos sigan en su mundo privado,
que algunos sindicalistas ostenten fortunas, que los docentes se
quejen de sus sueldos o los jubilados se suiciden de angustia.
Son simplemente la comprobación de un hecho nuevo. No por
insólito o inédito sino porque siempre que se produce es nuevo.
Y es el hecho de la comunicación. El milagro de la comunica‑
ción que, en un mundo masificado, se sigue produciendo a tra‑
vés de un libro, de una charla, de una carta.
Ocurre que a nosotros, habitantes de la ciudad, el mundo se nos
fue agrandando. Se nos transformó en una gran aldea, poblada
de urgencias, de ruidos, de elementos de confort, de peligros y
de miedos.
Quizás no llegamos a advertir que mientras nos sentamos
frente a un televisor para ver en vivo, en directo, en colores y
con sonido estereofónico, las palabras del Papa en la Plaza San
Pedro, el partido entre el Real Madrid y Barcelona, el atentado
de Madrid o la invasión a Irak, ya no sabemos —ni nos inte‑
resa— quién es y qué hace nuestro vecino o por qué una lá‑
grima rueda a veces por la mejilla del abuelo.
Hoy todo es masivo. Lo que vemos nosotros por una pantalla
de 14 o 52 pulgadas si quiere, lo están viendo en el mismo ins‑
tante millones de seres.
Y el mensaje debe llegar a todos, espectadores al fin, eternos
compradores.
Lo importante es atraer la atención, que la imagen llegue.
Para nosotros, millones de seres anónimos, está fabricada la
Juan Carlos Bataller